La noche en la que nació su primer hijo, así de repente, se le desdibujaron las vocales que formaban los desconchones en la pared pintada azul celeste
Cinco años desnutridos y enclenques debía de tener la niña Aguasanta cuando descubrió las letras. Sus pies diminutos caminaban mucho rato cada día para encontrarse con ellas. Primero se topó con las vocales: redonditas, con puntos, con caracoles, con ondas. Luego se presentaron las consonantes y comprobó asombrada que las palabras que salían de sus labios también se podían escribir. Más tarde llegaron las mayúsculas despampanantes y orgullosas para nombrar las cosas importantes. El día que estrenó su pizarrín la niña Aguasanta se sintió la más rica del mundo. Al lapicero y al cuaderno no tuvo nunca acceso, porque cuando ya había aprendido a trazar signos en un papel de estraza, el hambre hospedada en la humedad oscura de su casa, y la orden imperativa de su padre la obligaron a olvidar el camino de la escuela, lejos ocho kilómetros, para iniciar el rumbo de las trochas torcidas del trabajo mísero, de novia prematura, de esposa forzada y madre inexperta.
La noche en la que nació su primer hijo, así de repente, se le desdibujaron las vocales que formaban los desconchones en la pared pintada azul celeste. Y sucesivamente, según iban llegando más niños a ocupar los rincones sombríos del hogar, Aguasanta se olvidaba de todos los trazos aprendidos de niña. A veces intentaba dibujar en la tierra alguna letra, pero sólo le salían pájaros con picos de cuchillo, y nubes con forma de lágrimas.
Las que más pena le dio perder fueron las mayúsculas, tan poderosas ellas, tan señoras, tan elegantes. Lloró su ausencia como lo hacía por sus varios abortos e incapaz de recuperarlas las enterró lo mismo que a las criaturas que no pudo dar vida.
Hoy, la señora Aguasanta, desgastada de tanto parir hijos, arrugada de edades y tiempo torturado, ha retomado el rumbo de la vieja escuelita. No hay padre autoritario, ni marido que exija, ni asuntos que atender sus manos torpes. Los hijos emigraron y le mandan de vez en cuando plata. Ella come lo justo y no precisa apenas. Besa el teléfono después aún de terminada la conversación. El teléfono pringoso de otros besos de madres, de llantos y de sueños derretidos.Se emociona contándole a los suyos los progresos: Hoy me ha abroncado la maestrita porque puse abrazo con uve.
Se disculpó al explicarle que era la primera vez que escribía esa palabra.
Y la vieja Aguasanta busca todas las letras con el hambre atrasada de aprender. Y al atardecer de cada día se sienta en el poyo de piedra de la puerta, mira lejos el infinito azul y su vista se alarga más allá de otras patrias, donde sus hijos dicen ser felices. Sobre el halda tiene el cuaderno abierto por la página treinta. Humedece la punta del lápiz con saliva, como había visto hacer cuando era niña, y continúa la carta. La primera, la más extensa y más hermosa carta que escribirá en su vida.
Mercedes Blanco