OPINIóN
Actualizado 18/08/2016
Juan José Nieto Lobato

"Estamos muy contentas porque nos han felicitado". Así comenzaba Ona Carbonell su respuesta a la primera pregunta de la periodista de RTVE tras quedar quinta, junto a Gemma Mengual, en la competición de dúos de la natación sincronizada. No se equivoquen, me alegro de que lo estén a pesar de que, de forma probablemente injusta, ser quintas les suponga caer al pelotón de noticias que no ocupan portadas ni espacios superiores en los medios digitales. Y las felicito yo también, claro, pues su ejercicio requiere, además de miles de horas de entrenamiento, de toda una serie de virtudes técnicas y expresivas de las que yo no dispongo y con las que, quizá por esto, disfruto. Pero me duele, en cambio, pensar que deportistas de este nivel sigan estando programados, como niños de cinco años, para enseñar a sus padres ?entrenadores, público? lo bien que hacen tal o cual cosa sin que el paso del tiempo se muestre suficiente para enseñar que el sentido de las acciones debe encontrarse en las propias acciones. El valor del esfuerzo, en el propio esfuerzo.

De trabajo habló Ona a continuación. "Lo hemos luchado", dijo, pero después, recordando, en este caso, los protocolos que rodean este tipo de eventos, el papel que les corresponde en cuanto ejemplo para muchos deportistas que ni siquiera llegarán a un campeonato nacional, o regional. Pero espontáneamente vino a hablar de reconocimiento antes de que de trabajo dejando patente cómo funcionan, en su caso ?que es el de la mayoría?, los mecanismos de motivación. La vida, nos recuerda Ona, es una continua oposición en la que, simplemente, van variando los miembros del tribunal.

Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable, escribió Borges en El Aleph. Poetas que somos todos, en nuestro oficio, cuando este pasa a ser una leve inspiración y un prolongado eructo. Es el precio de vivir en este tiempo de meteóricas ascensiones mas acelerados olvidos. La cresta de la ola es estrecha y es razonable que el deportista, como el buen surfista, quiera prolongarla y hacerse visible en lo alto. Pero es triste, pues el interior queda vacío, como esa casa del pueblo que no se visita desde hace tiempo y que enseña telarañas donde antes lucía bellas cenefas.

Sinceramente, si amo el deporte es porque en su práctica, y más aún en su enseñanza, me siento al margen de las modas que se nos imponen, de los ciclos vitales que se nos marcan usando argumentos biológicos que ocultan oscuras razones materialistas. Recordar los inicios del baloncesto, cuando para no acaparar demasiadas horas de gimnasio, los entrenadores y jugadores inventaron jaulas de metal en las que jugar los partidos, me lleva a reflexionar sobre la libertad que más allá de la victoria o la derrota, del reconocimiento o la repercusión, el deporte bien entendido termina proporcionándonos. Y llego a la siguiente conclusión: el niño no debe encontrar su felicidad en los ojos que le miran, sino en el balón que tiene entre las manos, aunque sea imaginario.

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