Vamos ciegos de piel. Cuando encontramos la forma, encarnamos el fondo.
Amo la carne por su incesante proyecto de convertirse en espíritu.
Vicente Núñez
Dejándonos llevar otra vez por los vaivenes a los que nos somete afortunadamente el magín (ya hemos hablado de ello en algún otro artículo), la travesía, el viaje continuo en el que estamos inmersos, sobre todo en estas fechas, me han hecho recordar de nuevo para ustedes la película El nadador, de Frank Perry, que vi por televisión hace años y no sé por qué la recordaba en blanco y negro.
El film tiene como protagonista casi exclusivo al actor Burt Lancaster, y cuenta la historia de un tipo, cincuentón, que aparece de forma inopinada ante nuestros ojos, semidesnudo, abriéndose paso con dificultad. Surgiendo de una zona penumbrosa debido al exceso de maleza, apartando el ramaje que le impide avanzar para, sin solución de continuidad (sigo sin entender esta abstrusa/impenetrable frase), darnos de bruces con él en la pantalla.
Lo vemos caminar con decisión por un césped fresco y recién cortado, bajo un cielo azul y una luz de verano en su cenit, zambullirse en una piscina y atravesarla con poderosa y rápida brazada, para encontrarse al salir con el tintineo refrescante de una copa de alcohol que una mano amiga le ofrece en un primer plano.
Nada aparentemente extraño, ¿no les parece? Hasta lo de aparecer de golpe saliendo de una zona agreste puede tener explicación: una pelota de tenis perdida; el suéter de algodón que no se sabe dónde dejó?
Nuestro protagonista disfruta de la ginebra helada ofrecida por los vecinos que le saludan con educada sorpresa, como si hiciera tiempo que no se vieran; el nadador, Ned Merrill, así se llama, comenta locuaz y apasionado a sus obligados anfitriones su intención de volver a su casa, que dista a una considerable distancia, atravesando a nado todas las piscinas de las casas colindantes, según el itinerario que lleva grabado en su cabeza.
[?] respondió que iría nadando hasta casa.
Sólo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y después de andar un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para utilizar así también la piscina pública de Lancaster. [?] El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Neddy se sentía en plena forma, y atravesó el césped corriendo. Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino, y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.
La película nos va relatando esos encuentros cargados de vecinos y piscinas: una antigua amante, un niño con el que nada en una vacía (curiosa secuencia), o una joven, antigua niñera de sus hijas, que se decide a acompañarle, enajenada por las sorprendente gesta acuática de Ned, que a uno le lleva a pensar en aquel verso de Kavafis recuerda, cuerpo?
En este viaje, nuestro moderno Ulises se nos irá dando a conocer de forma un tanto misteriosa en las conversaciones que mantiene con los dueños de las piscinas que atraviesa a nado. Descubriremos algunos rasgos sobre su persona, su antiguo trabajo, dónde ha pasado todo este tiempo que parece difícil de precisar, y qué le lleva a querer encontrarse de nuevo con su familia viajando de forma un tanto extraña.
Naturalmente, no voy a destriparles el desenlace del film, aunque el interés de la cinta se encuentra preferentemente en el proceso, en el camino, en el náutico viaje que vamos haciendo con el protagonista, que nos irá desvelando las claves de su peculiar odisea.
La película está basada en un relato de uno de los grandes narradores de la segunda mitad del siglo XX, John Cheever, redescubierto para muchos de nosotros gracias a la mediación de otro enorme escritor al que literariamente debemos mucho, Rodrigo Fresán. Puede que en algún sábado de textos les hable de él, pero no me resisto a dejar de recomendarles, una recopilación de sus cuentos, anudados con las palabras de un sugestivo título: La velocidad de las cosas.
El encadenado sonido de las teclas del ordenador y las revueltas en el pensar que me provoca, me recuerdan de nuevo el camino. Les hablaba de Cheever, autor de la casta de los Carver y Cía, dipsómano también, dueño de una literatura que se abre con fino estilete para mostrarnos la sordidez y el vacío de una época, la de los llamados paraísos artificiales de la clase media estadounidense de los años 60, y quizá traducible a la de algunos países europeos.
Y nos lo acerca, aquí radica su grandeza literaria, como hablándonos de otra cosa, con esa sutileza en la escritura de quien sabe y quiere inteligentes a sus lectores; de ahí que se le haya definido con acierto como el Chéjov de los barrios residenciales.
Es un autor que conoció el éxito literario tarde, pero que escribió siempre; dicho con mayor precisión: necesitó escribir siempre. Recuerdo haberle leído, creo que al mismo Fresán, que lo hacía casi a escondidas durante un espacio de su vida: acompañaba a sus hijos a la escuela, vestido de forma acorde a los patrones de todo un señor burgués y biempensante, y luego volvía a su casa. Y en el sótano, casi desnudo, como el protagonista de El nadador, pero en su caso debido a la combustión de la caldera, se ponía a escribir en aquel lugar ¿inhóspito?, donde su máquina, una mesa y la silla le esperaban, quién sabe si prometiéndole otra vida en medio de su monótono quehacer cotidiano.
Lean, si les he hubiera movido a ello, sus Relatos para comprobar cómo eran estos viajes de vuelta a sus Ítacas familiares, surcando los mares helados de ginebra y whisky. Si llegaran a apasionarles, den paso entonces a sus Diarios, en ellos encontrarán la espuma y los reflejos de sus travesías ficcionales.
En unos y otros quizá descubran, como les sucedió a alguno de sus lectores, que, a veces, la luz (acaso mortecina) se oculta en la negrura del túnel, mientras que al final, todo lo que se adivina es una violencia nívea que nos ciega.
Lo que me recuerda, y me lleva a cerrar este artículo con una canción, The Water, interpretada por Johnny Flynn y Laura Marling, cuyo texto (subtitulado) nos habla de estas travesías y viajes de los que venimos hablando hace ya demasiadas líneas.
La segunda y última imágen corresponde, respectivamente, al autor John Cheever y a la película que se hizo sobre su relato El nadador.