OPINIóN
Actualizado 13/08/2016
Manuel Lamas

Hace algún tiempo visité a un enfermo terminal. En su presencia, apenas pronuncié unas palabras de saludo que él recogió esforzadamente. Su consciencia, visiblemente reducida, se distanciaba de la realidad.

Le acompañé durante unos minutos. En ese tiempo, profundicé sobre la verdadera realidad de las personas. Comencé mi reflexión con una pregunta: ¿Qué hay después de la muerte? Extendí la mirada sobre mi entorno más próximo y, sobre aquella cama ligeramente inclinada, se ocultaban todas las respuestas.

Con algo de desesperación, vino a mi mente una frase hecha, casi un tópico, "el abismo de la nada" y, como quien pretender desterrar una idea desafortunada, luche decididamente contra aquella posibilidad.

Recordé con angustia la lucha interna de Miguel de Unamuno; hice mía su duda existencial, y una sombra espesa oscureció mi mente. Transcurrieron unos instantes hasta que otra idea me devolvió el equilibrio. Traje a la memoria aquella aseveración pronunciada por Cristo antes de ser condenado a muerte: "Mi reino no es de este mundo", esta categórica afirmación restableció mi esperanza.

He revisado mis propios comportamientos, en relación con aquellas situaciones dolorosas en que me he visto envuelto y, como quien asiste a un espectáculo que no puede cambiar, he soportado con paciencia los rigores de la fortuna. Solo pido abandonar la vida con buena salud, que es tanto como marchar sin hacer ruido y con la mínima tasa de dolor.

Las leyes que regulan la existencia humana, acaso estén invertidas. Pues, iniciamos la vida con la ayuda de los demás. Quizá por esta razón, todo nuestro esfuerzo lo proyectamos sobre el mundo exterior sin advertir que, todas nuestras posibilidades de realización, las llevamos dentro.

Nuestra necesidad de reconocimiento por parte de otras personas, nos vacía de sentido interior. Aún no hemos comprendido que, fuera de nosotros, existe una mascarada permanente. Ese deslumbrante espectáculo, nos aleja de nosotros mismos y nos somete a servidumbre permanente.

Cuando hablamos sobre la vida después de la muerte, muy pocos están convencidos de que se trataría de una vida de espíritu, alimentada por un conocimiento superior al actual. Nuestra sensibilidad, sepultada con la materia, acabaría con las injusticias y el dolor en todas sus formas.

Aún así, la idea de morir, engendra un pánico aterrador en muchas personas. El salto cualitativo hacia una realidad desconocida, y la creencia, nada despreciable, de que el alma quedaría desintegrada con la materia, nos sumerge en una nebulosa de incertidumbre.

Sin embargo, apoyados en la misma razón con la que dudamos, podemos afirmar: Nada en el medio natural carece de finalidad. Si descubrimos nuestra necesidad de trascender a la materia, es porque esa posibilidad existe. No es posible conservar en nuestra mente la idea de plenitud sustentada en el engaño. Si la Madre Naturaleza jamás sacrificó a ninguno de sus hijos sin una razón importante ¿por qué tendría que hacer excepciones con el género humano?

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