OPINIóN
Actualizado 23/07/2016
Manuel Lamas

En una vitrina guardo mis cámaras. Pero no lo hago por ostentación; todo lo contrario, las retengo a mi lado porque han sido la prolongación de mis ojos durante mucho tiempo. Algunas son tan rudimentarias, que hoy no cumplen ninguna función. Las conservo, porque forman parte de mi pequeña historia como aficionado a la fotografía.

Para captar una buena imagen no son necesarios sofisticados mecanismos, cuyo desorbitado precio, supera la mayor parte de las economías. Es el ojo del fotógrafo quien ha de rescatar del olvido lo que a simple vista no se percibe.

Cuando preparo las salidas, nada me preocupa la cámara. Sé que responderá al fin que me propongo. Pero, mucho me cuido en saber cómo mira, en función de la focal que utilizo. Valoro más la oportunidad de encontrarme en un lugar determinado, con paciencia suficiente y la atención dispuesta.

A veces, quedo sorprendido cómo un objetivo con amplia apertura de diafragma, congela la forma sin nada que distraiga la atención. Es extraordinario contemplar cómo la flor del almendro, sin desprenderse del árbol, desafía las leyes de la gravedad. Suspendida en el aire, muestra su belleza sin nada que le haga competencia. También el vuelo precipitado del pájaro al advertir mi presencia, refleja cómo se detiene el tiempo. O, a través de la cosecha, se puede advertir perfectamente el retorno sucesivo de las estaciones.

Pero mi cámara también congela las emociones de la gente, y registra con precisión el lenguaje universal de la Naturaleza. Muchas veces cuando estoy en el campo tengo que dejarla a un lado. Pues, las imágenes y las palabras compiten por expresar mis sentimientos; ambas pujan por ser las primeras en emitir sus juicios. Al final, se complementan a la perfección; emiten un discurso paralelo que hacen más emotivos esos momentos.

Muchos de mis escritos nacen cerca de las montañas, o a la orilla de los pequeños riachuelos que las circundan. La quietud del entorno, y la belleza de las formas naturales, configuran muchas de las ideas que plasmo en mis columnas. Hay que estar allí para entenderlo; hay que llenarse de naturaleza para apreciar su valor.

Hay mucha semejanza entre el objetivo de la cámara y el ojo humano. Diríamos que, la fotografía, se basa en las reglas de nuestro órgano visual. Pero con una enorme diferencia. Cuando miramos, no apreciamos distorsión en los elementos; nuestro cerebro corrige la perspectiva de forma automática. Sin que nos demos cuenta, y a pesar de la proximidad, el edificio que tenemos delante, conserva sus líneas sin deformación. Cosa que si ocurre con las fotografías que registra la cámara. Sobre todo, cuando estamos muy próximos al objeto que captamos.

Pero hay una diferencia que no quiero omitir. La cámara carece de alma; le prestamos la nuestra para captar esas imágenes que nos hacen estremecer. El ojo, sin embargo, utiliza multitud de mecanismos que otorgan a las formas vida propia. Esta realidad, imprime un carácter indeleble a la representación. Así, cuando recordamos las imágenes, vienen a la memoria otros elementos que estuvieron presentes en el momento de captarlas. Recobramos entonces, fragmentos de vida pasada convertidos en recuerdos. Es a través de ellos como advertimos la unión de imágenes y palabras. Ambas, en un abrazo interminable, enriquecen la experiencia de cada persona.

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