OPINIóN
Actualizado 19/07/2016
Manuel Lamas

Hace pocos días, visité la Casa-Museo Unamuno; lo hice como fotógrafo, con autorización de la Universidad de Salamanca. Acudí muy temprano para evitar coincidencias con grupos que, ese mismo día, tuvieran previsto conocerla.

Pero antes de abordar el trabajo, observé minuciosamente el entorno. Escruté todos los rincones de la casa, sin olvidar la espléndida parra abrazada al balcón. Sin embargo, dediqué más tiempo a observar sus objetos personales. Y, en tales circunstancias, no pude evitar mirar al pasado. Al retroceder en el tiempo, recobré su diario íntimo; obra que conocí muy joven, y que he vuelto a leer con motivo de esta visita.

Contrariamente a como ocurriera años atrás, el texto, con toda su carga emocional, no me llenó de pesimismo. Las dudas, los devaneos y miedos de nuestro querido autor, no fueron otra cosa que su empeño en mantener la fe, sin excluir los dictámenes de la razón. Su voluntad para crecer en la fe nunca se puso en duda pero, como buen pensador, necesitaba pruebas contundentes que, ni él, ni nadie podemos obtener.

Dudar no es lo malo, todo lo contrario. La duda es el camino para quien tiene algo que buscar. Y, tanto mayor es el dolor que ocasionan las dudas, cuanta importancia tiene para la persona aquello que busca. La fe que pretendía Don Miguel, interferida por la efervescencia de sus ideas, es la misma que buscamos muchas personas, espoleadas por la ausencia de certezas.

Don Miguel, dejó escrito en su diario: La fe se mata cuando intentamos racionalizarla. Quizá fuera esto lo que le ocurrió a nuestro insigne filósofo. Las verdades de fe no pueden apoyarse en la razón, sencillamente, porque la razón agota su discurso con la materia.

La fe, penetra en el alma de las personas, como la luz sobre las copas de los árboles. No debemos esperar grandes resplandores, sino pequeñas luces furtivas que se filtran a través de la espesura de nuestras dudas y dificultades. Pero, son suficientes, para no perdernos en el laberinto de las ideas. Es humildad lo que necesitamos; toneladas de humildad, para comprender que formamos parte de un proceso, cuyos principios se ocultan quizá por nuestro propio bien.

Hemos de convertirnos en nada para abrazar el todo. Pero no de la forma con que nos unimos y separamos de las cosas. Tenemos que anular la propia voluntad, y someternos a las reglas que regulan lo creado. La muerte, entonces, no causará espanto, porque nuestra partida no es destrucción; nuestra ausencia no es olvido. Permaneceremos en el todo, pero sin esa conciencia de individualidad que despierta todos nuestros miedos y tanto daño nos hace.

Mientras recorría la estancia, con el trípode y cámara dispuesta, me sentí afortunado. La tenue luz de la mañana sobre la mecedora próxima a la ventana, se me antojaba con vida. No me atreví a tocar las cosas, ni siquiera para captar mejores perspectivas. Su cama, su vieja maleta, los objetos más queridos. Todo, absolutamente todo, forma parte de un tiempo; de una historia que he recuperado a través de estas imágenes.

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