OPINIóN
Actualizado 14/07/2016
Juan José Nieto Lobato

Lejos del carácter acomodado con el que hoy lo asociamos, un somero repaso a los orígenes del golf nos permitirá descubrir su intrínseca naturaleza rebelde, su idiosincrasia levantisca. No en vano, aunque todo parece indicar que su origen es neerlandés, la primera mención en un documento histórico tiene que ver con su prohibición, por parte del rey Jaime II de Escocia, ante el temor de que su práctica se extendiera en detrimento de la de tiro con arco, mucho más necesaria, no cabe duda, en la preparación de las huestes escocesas para las recurrentes batallas frente a los ingleses.

También resulta incómodo, ahora que a cada segundo se alcanza un nuevo hito tecnológico, saber que en Escocia se sigue jugando al golf en terrenos modelados a escala geológica por los agentes propios de la erosión; por el oleaje, el viento y las lluvias. En los links, campos típicamente escoceses, el tiempo corre más despacio y la mano del hombre se vuelve inútil. Frente a la remoción de toneladas de terreno, ante el devastador paso de máquinas y el diseño de paraísos artificiales, Carnoustie, Turnberry, Troon (sede del Open Británico que comienza hoy) o Saint Andrews resisten como joyas auténticas, obras maestras de un planeta que estaba antes que nosotros.

El golf es también un bastión del lenguaje arcaico, un ejercicio de resistencia frente al neologismo, el depósito vivo de una jerga surgida de los sonidos que emitían las viejas pelotas al contacto de los viejos "cleek", literalmente, en escocés medieval, "cayado o palo rematado por un gancho". Y no me digan que no es más interesante hablar de bogeys (pequeños diablos), birdies (de la expresión "a bird of a shot" similar a "a hell of a shot", "un tiro increíblemente bueno"), eagles (por lógica gradación, resultado mejor que "pajarito") y albatros (más de lo mismo) que de goles, canastas o puntos.

A escasas horas de que, a la primera luz del alba, dé comienzo la centésimo cuadragésimo quinta edición del Open, Royal Troon ya está preparado para que los mejores jugadores del mundo recorran sus calles circundadas por arbustos y trampas de arena camino de greenes repletos de caídas sutiles que desviarán bolas que parecían destinadas a terminar en el agujero. Ello si lo permite la brisa del Mar de Irlanda o, la más temida aún, procedente del interior. Ello si no se oponen los fantasmas que siguen recorriendo aquellas costas reclamando para sí el alma de estos golfistas profesionales que han venido a usurpar sus tierras acompañados de una parafernalia que a buen seguro confunden con lo inglés.

Y ellos, los fantasmas, pero también todos los buenos escoceses de a pie, siguen esperando que regrese aquel chico de Pedreña que les desperezó cuando el invierno, en forma de golfistas hechos con escuadra y cartabón, parecía adueñarse de su querido deporte, y no despuntar nunca en primavera. Sí, siguen esperando a Seve (Sevy), muerto hace ya cinco años, para que resucite el espíritu batallador de sus tierras, el de William Wallace y María Estuardo, el de ese juego que en la época del ganar a toda costa, resiste como reducto indestructible del honor.

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