En nuestra vida cotidiana todos sabemos que nuestros comportamientos suelen tener consecuencias, tanto para bien como para mal. Seguro que muchas personas estarán pensando, que no, porque que hay gente que se va de "rositas" y la vida no les pasa factura. Yo no creo que sea siempre así, pero en cualquier caso, en lo que seguro sí coincidiremos es que hay errores que ojalá pudieran enmendarse, si tuviéramos la fortuna de retroceder en el tiempo. Y no estoy hablando del sentimiento de culpa, sino de algo más serio: el sentido de la responsabilidad, es decir, la capacidad de ser conscientes de que nuestros actos no son neutrales. Por lo que buscar indulgencia de nuestro entorno, sólo porque no éramos conscientes de lo ocurrido, es querer jugar con ventaja. Por ejemplo, no hacerse cargo de haber incurrido en errores, aunque estos hayan sido involuntarios. ¿cuántas veces no hemos reprochado su conducta ante aquellas personas que nos han defraudado? Todos, sin excepción, tenemos un precio por nuestras acciones o, más grave aún, por nuestras omisiones, es decir, todas las veces que nos echaron de menos porque estábamos tan imbuidos en nuestros asuntos que ni siquiera nos dimos cuenta de cómo nos necesitaban. Siempre hay un peaje y reconocerlo es de sabios. Si esta regla opera en la vida cotidiana y si nos damos permiso para pedir cuentas a quien nos ha fallado, e incluso, a romper relaciones con amigos y, en casos extremos, con familiares, ¿por qué en la vida política hay que poner el cronometro a cero, como si todos los partidos políticos sufrieran una amnesia, tan profunda que les capacitara para pasar página?
Si durante la legislatura más breve de nuestra historia, después de las elecciones del 20 de diciembre, el Gobierno en funciones se negó a comparecer ante el parlamento nacional porque no le concedía ninguna autoridad, y se negaba a dar explicaciones cuando era requerido, ¿por qué ahora apela a la seriedad, cuando, más que sentimientos, lo que se exige de una institución pública es cumplir con sus competencias? Hemos tenido un gobierno con mayoría absoluta, que ha elegido, en virtud de ese privilegio, legislar a través de Reales Decretos, es decir, privar al Parlamento y, con él, a toda la oposición de cualquier signo político, de hacer enmiendas, dado que un Real Decreto se elabora directamente por los abogados del estado de Moncloa, para llevarlo después directamente al BOE. Ha gobernado sin someter sus decisiones al visto bueno del Parlamento, aunque luego votara en contra, que podía hacerlo, y ratificarse a sí mismo. Así hasta 52 Reales Decretos, entre ellos, suprimir la cotización de la seguridad social a las mujeres que cuidaban a dependientes, otro fue modificar la Ley de Dependencia, otro la Reforma Laboral, otro la reforma de la Ley de Educación. Es decir, textos fundamentales que afectan a nuestra vida de manera directa. Por estas razones, hablar de generosidad y de sentido de España debería empezar por aquel Gobierno que hasta ahora no lo ha tenido.