OPINIóN
Actualizado 07/07/2016
Redacción

Poco más de 70 céntimos era la cantidad que llevaba María Alandí Piles en su monedero cuando cayó al suelo después del forcejeo que mantuvo con el ladrón que la tiró. El golpe que recibió en la cabeza le produjo graves lesiones cerebrales, se mantuvo unas horas en estado crítico y apenas dos días después murió. Esta semana ha sido enterrada en paz y todo el pueblo de Torrent sigue conmocionado porque además de ser una de las abuelas más conocidas, era una de las vecinas más queridas.

Ni votaciones, ni resultados electorales, ni balances de la campaña. Estos días, no se hablaba de otra cosa en los mercados, en las esquinas y en las calles. Era una vecina tan querida, tan apreciada y tan admirada que la única pregunta en todas las conversaciones vecinales era la misma: ¿cómo es posible que María ya no esté con nosotros?, ¿hay alguna razón que pueda explicar esta agresión innecesaria y gratuita a una anciana llena de vida, de energía y de gracia?
Es probable que en las anteriores agresiones y robos el botín fuera más cuantioso. Incluso es probable que los anteriores denunciantes de los robos desistieran de hacer diligencias o asistir a las ruedas de reconocimiento para identificarle por tratarse de simples hurtos. Sin embargo, ahora la vida de este joven ladrón ha cambiado por completo. Ya no saldrá con tanta facilidad de la cárcel porque el juez le acusará de homicidio. El resto de su vid
a recordará que el precio de su libertad son los 70 céntimos que robó.
Lo más curioso y sorprendente de esta historia está en la familia de María. Su hija lleva muchos años de voluntaria en la cárcel de Picassent, donde empezó colaborando con el anterior responsable de la pastoral penitenciaria, el ya santo Padre Ximo, a quien los presos adoraban no por el hecho de que les rebajase las penas, sino porque les facilitaba algo tan valioso como la libertad: la esperanza y el consuelo. Toda la familia de María colaboraba en esta pastoral y durante estas décadas muchos presos han podido ponerse en contacto con sus familias, escribir algunas cartas, leer alguna historia de consuelo, aprender yoga o pasar ratos entretenidos gracias a que todo el tiempo disponible de la familia de María se empleaba en Picassent.
Esta familia nunca puso precio a su dedicación, siempre les faltaba tiempo en las visitas y los presos siempre preguntaban: ¿cuándo volvéis? Y volvían la semana siguiente con nuevas energías, ilusiones y consuelos. María no sólo animó a su hija, sino que estimuló a su yerno y a su nieto para que no fueran solos a la cárcel, para que los presos y funcionarios comprobaran un principio del voluntariado de prisiones: "familia que consuela unida, permanece unida". Una familia que ha dado la espalda al rencor y reconocerá, por débil que sea, el valor curativo del perdón. Aunque solo sean "70 céntimos" de perdón.
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