Hay tantos analistas de los procesos electorales como electores. Sobre todo, a toro pasado, porque es más fácil acertar.
Con todo, una de las preguntas más inquietantes sigue siendo: ¿por qué Unidos Podemos no ha cumplido sus extraordinarias expectativas de voto? Es más: ¿por qué ni siquiera ha conseguido la suma de papeletas que hace seis meses lograron por separado Izquierda Unida y Podemos?
A su manera, ríspida y bronca, lo acaba de explicar Juan Carlos Monedero, el dirigente podemita apartado de la primera línea de juego precisamente por sus formas radicales y sus turbios enjuagues: el mensaje electoral ha consistido, para él, en "un discurso hueco"; es decir, blandito, con mucha sonrisa y poco radicalismo doctrinario.
Efectivamente, Pablo Iglesias se ha pasado todos los días diciendo que él es socialdemócrata y que, para mayor inri, también lo fueron Marx y Engels. ¡Toma ya: los padres del comunismo en el mismo barco ideológico que Tony Blair y Gerhard Schroeder!
Para que, ante ello, no se largasen despavoridos sus votantes tradicionales, Alberto Garzón, socio de última hora de Podemos, se ha pasado toda la campaña insistiendo en que él y los suyos no son socialdemócratas, sino comunistas de toda la vida.
Ya ven qué antológica contradicción metafísica: ser al mismo tiempo comunista y anticomunista. ¿A cuál de las dos corrientes estaría votando el elector de Unidos Podemos al depositar su papeleta en las urnas? Ante la eventualidad de meter la pata ayudando a sus contrarios, mucha gente que antes había votado por separado los miembros de la coalición ha preferido, al parecer, abstenerse o votar algo menos contradictorio.
Éste era el temor que albergaba Íñigo Errejón, renuente desde el principio a una coalición que él veía capaz de restar votos en vez de multiplicar resultados. Y es que ser a la vez comunista y socialdemócrata equivale a sentirse simultáneamente del Betis y del Sevilla: un imposible ontológico.