OPINIóN
Actualizado 27/06/2016
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Suelo recordar a mis estudiantes de este lado del charco y del otro que la historia de Europa se ha caracterizado en gran parte por una sucesión de guerras que arrasaron numerosas generaciones de jóvenes de nuestro continente. Sin ir más lejos desde el último cuarto del siglo XIX hasta la mitad el XX cada generación de alemanes y franceses tuvo su guerra, cada vez más cruenta, en una escalada de horror.

Por esas mismas fechas ya hubo algunas mentes atrevidas que se manifestaron a favor de la superación de esta inercia de catástrofes y que dieron lugar, tras la Segunda Guerra Mundial, a la convergencia del Movimiento Europeo del que en pocos años surgieron tanto el Consejo de Europa -con el fin expreso de "realizar una unión más estrecha entre sus miembros para salvaguardar y promover los ideales y los principios que constituyen su patrimonio común y favorecer su progreso económico y social", de asegurar las democracias y, en particular, de proteger los derechos humanos y las libertades públicas- como las distintas organizaciones de integración que pretendieron poner en común ni más ni menos que la siderurgia, la energía atómica y el mercado de bienes, servicios y capitales de los países que hasta ese momento habían sido acérrimos y sangrientos enemigos.

Sin huir de la evidencia, suelo añadir que en los últimos años nos hemos ido levantando por las mañanas sin saber muy bien si este amplio, aunque imperfecto, proyecto europeo seguiría adelante. No ha sido el viernes pasado cuando nos hemos empezado a confrontar con la realidad de las cosas. Mucho antes del Brexit ya hemos oído a alguno de nuestros políticos clamar por "más España" y "menos Europa", hemos corrido a las portadas de los periódicos para ver cómo el experimento monetario europeo se mantenía en vilo, hemos visto la incapacidad de nuestros representantes para llegar a acuerdos mínimos respecto a cualquier conflicto internacional de mediana importancia.

En todos estos años, desde la perspectiva jurídica, se ha trabajado intensamente, se han construido estructuras, y hasta nuevos conceptos, naturalmente mejorables, pero que sorprenden todavía a quienes desde lejos admiran los avances conseguidos en lo que ahora llamamos la "Unión Europea". La capacidad de los políticos me parece mucho más criticable. En general, los líderes de los últimos decenios no han estado a la altura de las circunstancias y han obrado con una lamentable estrechez de miras. Sin ningún espíritu europeo. No es de extrañar por tanto que con frecuencia las elecciones europeas se hayan dirimido como controversias puramente nacionales y que los referéndums, que ya se organizaron en Francia y en los Países Bajos con el fin de legitimar la ratificación del Tratado por el que se establecía "una Constitución para Europa", terminaran en un gigantesco fiasco.

Con estos antecedentes tampoco puede decirse que el voto británico mayoritario a favor de la salida de la Unión Europea sea una gran sorpresa. Ni lo es la posición de los crecientes extremismos de países como Chequia, Dinamarca, Finlandia, Francia, Italia, Hungría, Polonia, Países Bajos, y los que usted quiera añadir. Algo se ha estado haciendo mal. Nos engañaríamos si nos limitáramos a señalar a Cameron, o a todos los demás que en su día abrieron las urnas al pueblo para que manifestara su opinión directa hacia Europa. El problema es bastante más profundo.

Contraviniendo la famosa máxima jesuítica, es el momento de defender que en tiempos de turbación sí es necesaria la mudanza. Estamos todavía a tiempo de hacer del magno proyecto europeo un ideal atractivo en el que la mayoría se sienta cómoda, en el que nos sintamos todos representados, protegidos y valorados. En el que se superen los atávicos nacionalismos -también el español- por una clara convicción europeísta. Ya sé que en estos días esto suena más que nunca a utopía. Pues bien, yo no puedo más que apostar por ella.

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