OPINIóN
Actualizado 21/06/2016
José Javier Muñoz

En el Día Europeo de la Música (21 de junio)

Si el saber no ocupa lugar, puede afirmarse en sentido contrario que la ignorancia viene a ocupar el espacio que en buena ley deberíamos dedicar a la sabiduría.

Mi ignorancia en materia de música es tanta que se abre paso a codazos en el cerebro e impele a preguntarme por qué las notas musicales son siete, y no ocho, diez o veinte.

Resulta obvio que se trata de una convención, de un código compartido que permite a los músicos entenderse independientemente de la clase de obras que compongan o interpreten, pero eso no despeja mi extrañeza por el hecho de que la escala tenga necesariamente ese número determinado y tan corto de peldaños.

La nota que echo en falta se llamaría tu.

Repaso mentalmente el soniquete ascendente de la escala y me encuentro con un sonido nuevo, un grado imaginario capaz de sugerir la intimidad o, cuando menos, la relación entre dos personas: Do, re, mi, fa, sol, la, si... y tu.

La usaría con tilde para el tuteo cara a cara. Para susurrar al oído de una mujer hermosa, por ejemplo: ", mi sol".

Fatalmente, el uso de la tilde se contagiaría a las restantes notas; de otro modo no se podría decir: ", la mi-ré".

Solventado ese inconveniente, la variedad de frases se enriquecería con los matices de la nueva nota-pronombre.

Lamento mucho no disfrutar más a menudo de las innumerables obras clásicas y modernas, instrumentales y cantadas que los nuevos soportes tecnológicos ponen a nuestra disposición de forma asequible.

Mi limitación en este ámbito me duele.

Dolor, lo que se dice dolor físico y no sólo psicológico, es el que provocan la música estruendosa de las discotecas ahítas de decibelios y los conciertos a todo volumen.

Silencio, calma y tranquilidad valen tanto como los placeres que nos pueda proporcionar el arte. Es posible que la gran conquista de la humanidad en el siglo veintiuno sea precisamente el silencio, la derrota o eliminación del ruido.

Fallo garrafal es y ha sido el de un sistema educativo que no concede a la música la relevancia que merece, pero también es imperdonable el desinterés por mi parte.

Soltar el lastre de una deficiente formación no me autoriza a eludir mi responsabilidad por esa ignorancia musical a la que aludía.

Retiro, así pues, una parte de lo dicho. Proponer el cambio de la escala musical, además de osado, puede resultar re-la-mi-do.

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