OPINIóN
Actualizado 11/06/2016
Manuel Lamas

Buscar el origen de la vida, ha sido una constante en la historia de la humanidad. Conocer la fuente, generadora del orden que nos rodea, es algo que siempre se ha perseguido sin éxito.

Nuestra facultad de razonamiento, obliga a preguntar reiteradamente sobre determinados aspectos de la vida. No nos conformamos con una visión sesgada de lo que vemos; necesitamos encontrar de dónde emana la sabiduría que nos ha creado.

Si profundizamos en la historia del pensamiento retrocediendo algunos siglos, encontramos la misma aspiración en la gente de entonces. En este sentido no hemos avanzado nada. Ayer, a través de la mitología, se establecieron verdades que hoy no es posible creer. La imaginación es muy activa cuando fallan las certezas y necesitamos, con urgencia, algo en que apoyarnos.

Sin embargo, hay algo que debemos contemplar: Acontecimientos como el Diluvio Universal, la inmortalidad del alma, y la pérdida de confianza en el hombre, por parte de la Divinidad, por su intento de alcanzar ilícitamente la inmortalidad, se repiten en varias culturas.

Es fácil deducir que, estas verdades o aspiraciones profundas, quizá tengan la misma raíz. Es posible que, en un momento de la historia, por alguna razón que desconocemos, los seres humanos hayan sufrido su dispersión sobre la tierra. Si no es así, ¿cómo en zonas contrapuestas del planeta, distintas religiones, muestran creencias tan parecidas?

La inmortalidad del alma, un líder o profeta, cabeza visible de las verdades proclamadas, y los premios y castigos para quienes incumplen sus normas, son elementos comunes en casi todas las religiones.

El hombre, tan evolucionado en determinados aspectos, no puede vivir tranquilo desconociendo su origen. Es desalentador que, la multiplicación del conocimiento, no haya servido para proyectar algo de luz sobre esta cuestión.

Ayer, a través de la mitología; hoy, por medio de la fe, tratamos de calmar nuestra inquietud acerca de estas verdades que desconocemos. Algo en lo que todos coincidimos, es en el motivo de la búsqueda. Encontrar esa fuente escondida que, de una vez por todas, ponga sentido a la vida aportando luz a nuestra razón. Alguien, prodigiosamente perfecto, ha creado cuanto existe, y mantiene actualizados los procesos para que nada perezca sin una causa.

En nosotros mismos se observan estas leyes. Todos nuestros esfuerzos se suman a los de otros seres vivos que, sin tener conciencia de lo que realizan, llevan la inteligencia impresa en sus genes. Hacen lo que tienen que hacer, para que la vida se renueve permanentemente, en el marco natural donde se desarrolla.

El hombre, en medio de esta realidad, se encuentra perdido. Su confianza en alcanzar la inmortalidad por sus propios medios, le deja varado en los mismos laboratorios donde busca las respuestas. Con sus propios medios, jamás encontrará al promotor de la vida, al Creador sin nombre, al Padre sin forma.

Es un error, tratar de encontrar entre las cosas a un ser de distinta naturaleza. Tendríamos que buscar, en nosotros mismos, cualquier semejanza con ese Dios que tanto necesitamos.

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