OPINIóN
Actualizado 01/06/2016
Redacción

Uno ya va mayor como para haber sido testigo de bastantes asuntos. De todo tipo. Anoche mismo en el servicio de urgencias de nuestro hospital, lo fui del dolor de una familia entera que acababa de perder un ser querido en aquel lugar. Es un hecho como tantos otros que suceden. Como otros acontecimientos históricos que dejaron huellas en la sociedad.

Para la familia de anoche en el servicio de urgencias, se acababa de hundir el mundo. La vida misma. Primero les dicen que no hay nada qué hacer por el familiar enfermo. Y pocas horas después que todo había acabado. Uno era testigo casi de madrugada de llantos intentados acallar en el exterior de la puerta, de sollozos y miradas perdidas buscando respuestas en los demás. Pero nosotros, los demás, los invitados de rondón, éramos sólo testigos de aquel drama familiar. Acontecimientos que nos rozan pero no nos pegan de lleno. Y aprendemos (aún de modo casi inconsciente de todos ellos). Vaya si aprendemos. Aquello de que la risa y la pena van por barrios. Y que todo acaba llegando.

En alguna ocasión anterior también tuve que declarar como testigo en algún juicio, con todo el boato y parafernalia que eso suele tener. Juré decir verdad sobre aquello que iba a decir y lo dije. Y lo del testimonio de esta noche, puede que teniendo más relevancia que aquello otro de antaño, no iba a quedar registrado tan pública y solemnemente, más que en la pequeña historia de una familia anónima para todos nosotros. Unos seres cercanos en aquel circunstancial acompañamiento de madrugada, gentes del montón, se diría, como yo mismo y todos los que por allí estábamos en esas altas horas. Como la totalidad de las familias que son testigos mudos de aconteceres propios y ajenos de la vida misma. Ese es un oficio (oficio de testigo) que bien nos acabamos aprendiendo todos y cada uno. Y en este y otros casos afortunado de poder contarlo. Tan simple como eso.

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