Soy un cobarde. No escribo todo lo que pienso y no porque tema que sea disparatado o inaceptable sino porque siento que si lo hiciera me querrían menos mis semejantes. O mi día a día sería más incómodo. O incluso directamente mi vida peligraría. Cosas de la libertad de expresión que se me reveló cuando escuché a una alumna del instituto insultar a una compañera. A esta última, más débil, se le saltaron las lágrimas así que la primera, la de expresión libre, aún le espetó: lloras, claro, las verdades duelen. Se aprende mucho en las aulas.
Ahora que tanto se enarbola esa libertad de expresión parece que muchos desconocen lo que era vivir sin poder expresarte. Será que crecí con miedo a los grises o, peor, a los que llamábamos sociales, individuos fantasmales que no teníamos claro si eran o no policías pero que se decía que se infiltraban vestidos de paisano entre los paisanos que en la calle formábamos grupos de más de dos personas. A veces sospechabas de tus propios amigos. Miedo a los profes, miedo a los curas, miedo a hablar, miedo a hacer, a besarte en un lugar público. De la homosexualidad ni hablamos. (Ayer reponían en la tele el Pat Garret and Billy the Kid de Peckinpah y compruebo como mutilaron escenas que ni siquiera se doblaban y ahora causan risa pues durante unos minutos esos hombres o mujeres aparecen desnudos y sólo hablan en inglés).
Aquel miedo que luego sentí cuando viajaba por el país vasco y entraba en un bar y tenía mucho cuidado de hablar solo de comida parece haberse quedado conmigo. Aunque ya no tengo miedo a la policía. Pero me callo artículos que ni siquiera acaban en la papelera porque no pasan del cerebro a la tecla. Para que no me señalen con el dedo por no ser de los suyos. Miedo a decir, por poner un ejemplo, que se debería luchar por ese alto porcentaje de chicos inteligentes que fracasan en la enseñanza secundaria en porcentaje muchísimo mayor que el de sus compañeras, más aplicadas. O que no se lucha por la igualdad en las cárceles. Tengo un hermano que no parece tener ese miedo y defiende con vehemencia sus ideas, ya parezcan de derechas o de izquierdas. Le admiro por ello aunque voy notando que para no perder amigos va restringiendo hablar de política, de la polis, de la vida.
Nunca seré un Zola denunciando las vergüenzas del caso Dreyfus, tampoco Camus, tampoco Unamuno arrostrando el riesgo de marchar a Fuerteventura aunque no sé si la sociedad hoy día nos pide tanto. No tomaría la cicuta para no desdecirme de aquello en lo que creo así que por miedo ya no lo digo. En realidad todo este artículo no es sino hojarasca para ocultar que tuve miedo de escribir lo que me había inspirado el último libro que acabo de leer, cuya autora sí que está amenazada de muerte y que hasta tenía miedo de llevar por la calle para que no se viera que lo estaba leyendo. Soy un cobarde.