OPINIóN
Actualizado 26/05/2016
Juan José Nieto Lobato

Todo enamoramiento es adolescente (o infantil, si me apuran). Bien porque se produce en esa etapa de la vida, bien porque quienes lo experimentan retroceden hacia ella en un viaje interior en el tiempo no siempre recomendable, pero sí satisfactorio. Por su parte, toda revelación es instantánea aunque quienes la contemplan prolonguen espiritualmente ese momento epifánico queriendo extenderlo a todas las facetas de la vida. "¿Sabes? Me he enamorado", comparten con sus amigos, en persona o a través de las redes sociales. Necesitan comunicarlo, sacar fuera parte de ese fervor que impediría, por asfixia, el normal funcionamiento de los principales órganos del cuerpo.

Ahora bien, hay momentos y momentos. Hace años compartí en Crónica Golf cómo me enganché a un deporte tan burgués como es el golf en la barra de un bar huyendo de la verbena de unas fiestas populares. Después de aquello, tras reflexionar, creo que la clave fue dar con un acontecimiento especialmente relevante (dentro del microcosmos en el que se enclava) y no terminar de entenderlo del todo. De hecho, en aquel bar nadie sabía en qué consistía el sistema de puntuación, qué significaba ir bajo par o hacer birdie. De hecho, el dueño tenía dudas entre si dejar la porno del canal local o el final del torneo y si apostó por lo segundo fue únicamente al ver mi cara. No, no de atención, sino de niño de 12 años recién cumplidos.

Finjo que recuerdo, también, un domingo del mes de junio de 1994 en el que acudí con una excursión del colegio Padres Trinitarios a una zona de recreo en la provincia que bien pudiera llamarse La Regajera y estar en Miranda del Castañar. Sé que aún conservo alguno de los amigos con los que compartí aquel día y en qué álbum, que no quiero mirar, reposan las fotos que nos hicimos. También sé que ellos siguieron jugando cuando acudí al bar, seguramente al servicio o a pedir una botella de agua, y que me quedé enganchado al televisor. Decían que Indurain había dejado a Berzin y que avanzaba a por Pantani como una motocicleta. Los presentes no acertaban a comprender la entidad de la hazaña ni sabían que aquel día se subía por primera vez en un Giro la ya mítica cima del Mortirolo. JJ Santos y Agustín Castellote relataban en Telecinco la enésima machada de Miguelón quien, sin embargo, acabaría pagando en las cuestas del Vallico de Santa Cristina las consecuencias de un pajarón de manual. De nuevo el mismo patrón: un acontecimiento único y un notable déficit de información, el preciso para que aquel niño que era yo se inventara el resto rellenando a su gusto los huecos a los que no conseguía llegar la razón.

Esto para los padres que quieren explicárselo todo a sus hijos etiquetando a buenos y malos, detallando a conciencia las reglas o pontificando sobre cómo deberían hacerse las cosas. Esto, sobre todo, para los niños que el próximo sábado, carentes de una conciencia plena, accedan de pasada al contenido de la final de la Champions. Porque lo mejor que les puede ocurrir es que no terminen de entender por qué unos visten de blanco y otros de rojiblanco, qué significa San Siro o por qué unos aplaudirán y otros llorarán al final del partido.

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