OPINIóN
Actualizado 25/05/2016
Manuel Alcántara

Buena parte de mi generación mantiene una relación incómoda con cualquier tipo de bandera, tal es así que en mi caso prefiero no verlas desplegadas. Ni siquiera la exhibición en un entorno festivo con carácter publicitario que uno ve en ciudades turísticas del norte de Europa me resulta confortable. Las banderas suponen la quintaesencia identitaria que reafirma al grupo y generalmente arremete al ajeno. Lejos de mi la valoración positiva de su supuesto heroico significado. Se que a menudo es una patraña, una invención infantil que termina siendo caldo de cultivo de fervores inusitados de adultos necesitados de inventar una identidad colectiva más o menos sólida y obligatoria. El símbolo por excelencia de lo que Nietzsche llamó "un calor de establo" homogéneo y tranquilizador, porque arroparse en una bandera es eso.

El argumento de que hay gente dispuesta a morir por una bandera no me convence. La alienación, el fanatismo y la construcción social de esquemas de actuación vital explican sobradamente esas acciones suicidas realizadas en momentos de máxima tensión emocional. La psicología social y la antropología cultural dan sobrada cuenta de ello. Hoy, al menos en España, el espectáculo es, afortunadamente, menos dramático, aunque siga siendo esperpéntico. Desde la desaforada bandera española de la madrileña plaza de Colón hasta las ikurriñas y senyeras desplegadas efusiva y cargantemente en las últimas décadas. Ahora le toca el turno a la estelada. Quien no la cuelga en su balcón en Cataluña es dudoso. Por eso el viajante no debe extrañarse de su masiva exhibición, si bien no deja de constatar que hay más balcones que no la exhiben que los que la muestran.

El gobierno español es un celoso cumplidor de la Constitución en algunos aspectos y, al amparo de su salvaguarda, dice, está empeñado en que la estelada no se exhiba en actos públicos. Algo más ridículo aun que el deseo pueril de quienes quieren ir envueltos en ella por doquier. Del cerril comportamiento gubernamental se pasa al empalagoso bochorno zascandil de los altaneros abanderados. Lo que el gobierno parece ignorar es que tras la prohibición del uso de una bandera hay una derrota, y si lo sabe su actuación está motivada por otras intenciones irresponsables, posiblemente electorales, de cobijar a la manada en su establo. En frente, las banderas victoriosas son como aquellas de mi niñez que prometen al paso alegre de la paz traer prendidas cinco rosas.

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