OPINIóN
Actualizado 19/05/2016
Redacción

Yo fui un niño muerto. El agua me devolvió a la vida. Ardía el aire de agosto y ardía mi cuerpo a causa de la fiebre. Me humedecían los labios levemente con un algodón. Pero no bastaba: el cuerpo no respiraba. Todos lloraban. Sin embargo, llegó la tormenta de agosto. Llovía con fuerza y la humedad se posó en mis ojos y en mis mis labios: hasta mi piel. El niño muerto se levantó sin ayuda del lecho. Y sonreía.

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Estanque de la isla: tú me revelas hoy este hecho primero desde tu soledad, con tu serenidad, con tu silencio verde. Tú despiertas aquello que fue en mi vida viaje interior, aunque no me permitas ir demasiado lejos con los recuerdos. Porque todavía debo ir más allá. Tú me vas a ayudar en este diálogo que los dos vamos a entablar. El temblor de tu agua me hablará sin palabras, me desvelará la memoria de cuanto fue esencial en mi vida.

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El agua de mi infancia no era como la de este estanque que ahora contemplo tantos años después en una isla: agua serena y levemente esmeralda. Detrás veo el cielo muy azul y tres grandes árboles: un algarrobo, un cerezo y un olivo. El agua de mi infancia fluía. Mi infancia era un río y, cuando regresé a la vida de aquella muerte temporal, todo discurría en mi infancia como la corriente de mis ríos leoneses, o temblaba como las hojas de los álamos. Ahora creo que tengo la suficiente paz para mirar en la serenidad de este estanque de la isla y ver lo que esencialmente fui. O escuchar lo que él me responde a mis preguntas.

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