OPINIóN
Actualizado 18/05/2016
Manuel Alcántara

Recuerdo un instante en mi adolescencia en que una persona amiga de la familia me conminaba a llorar porque mi padre había muerto. Sin embargo, mis ojos estaban secos. Mucho después, derramé lágrimas profusamente por aquel luctuoso suceso en circunstancias en las que a lo mejor no venía a cuento en consonancia con otros avatares de distinta índole que acaecieron. Uno nunca sabe cuando ni por qué se produce el llanto, ni a ciencia cierta se conoce bien sus mecanismos. Se dice de alguien que es de lágrima fácil o que es un paño de lágrimas como de otra persona que es impasible o que no escucha las penas de nadie. Además, hay culturas que exteriorizan notablemente el sollozo mientras que otras lo apagan sin apenas dejar de proyectar un tímido hipido. En unas se llora ruidosamente y en otras de forma callada, pero todas lloran porque es algo insoslayablemente humano.

Como buena parte de toda actividad humana llorar comporta un componente significativo de actuación. Se representa un estado de ánimo a la vez que se envían señales que son fácilmente perceptibles por los demás. No es solo cuestión de lenguaje corporal, es también un asunto de equilibrio personal. Al sollozar se transmite un estado de ánimo, pero también uno genera sosiego en su intimidad. Por eso se lloriquea en público o se puede gimotear a solas. El contexto pone el resto. De ahí que el llanto pueda interpretarse por parte de una contraparte en clave de impotencia, de dolor, de felicidad, de tristeza, de amor. Las lágrimas logran ser de una pureza prístina mostrando lo más profundo de los sentimientos o pueden ser falsarias, lágrimas de cocodrilo.

A fin de cuentas, una acción que es parte de la esencia humana y que se encuentra en cualquier manifestación artística, que metafóricamente se lleva a otros ámbitos cuando se equipara el lloro con la lluvia o con el rocío de las plantas, cuando se habla de lágrimas de cera, tiene su valor más auténtico al confesar alguien que llora de alegría. Ese es posiblemente el momento existencial más excelso pues no solo traduce la intimidad de un estado de ánimo sino que manifiesta sin reserva alguna su debilidad entregada. Quien recibe esa confesión, después de un aturdimiento inicial, no deja de ser cómplice de ese contento y se convierte en un partícipe de un estado más amplio de felicidad general.

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