Ha llegado a mis oídos una historia que no sé si es cierta pero desde luego podría serlo, les cuento a ustedes:
Un padre y un madre comenzaron a organizar la comunión de su niño que ya llevaba casi dos años en catequesis preparándose para el evento (¿o debería haber dicho sacramento?).
El caso es que entre padre y madre comenzaron a aparecer algunas diferencias: si celebrar la Comunión en este o en este otro restaurante, si hacer una comida para los más íntimos o más multitudinaria, si debe estar invitada o no la tía del pueblo, si al niño se le viste de marinerito o de almirante, si regalarle una bicicleta o un ordenador,?, las posturas de ambos se tornaron rígidas y ninguno de ellos daba su brazo a torcer, lo que generó una tensión que iba en aumento y que no disimulaban en presencia de su hijo, que por su parte comenzó a sentir el "evento" (esta vez digo bien) como algo aversivo, lejos de vivirlo con la ilusión que casi todos los niños viven su Primera Comunión.
El caso es que en casa de esta familia, a medida que se acercaba la fecha del evento, aumentaron los gritos y también los silencios.
Una mañana el niño se ausentó algo más de una hora y a su vuelta pidió a sus padres que le atendiesen un momento y les dijo:
"Como he visto que mi Comunión se ha convertido en un problema terrible para vosotros y lo que yo más deseo es que estéis bien, esta mañana he ido a misa y he comulgado, así que ya no tenéis motivo para seguir discutiendo"
De esta historia cada uno saca su propia moraleja, pero si me lo permiten comparto con ustedes mi reflexión: los padres y las madres en ocasiones nos olvidamos de los hijos y éstos no sirven de excusa perfecta para proyectar otros conflictos de pareja que no tiene que ver con ellos, y no es que lo hagamos de forma consciente, pero lo hacemos, sinceramente no creo que seamos tan malos, lo que si somos a veces es muy torpes.
"Por cierto en este tipo de situaciones la mediación puede ser muy útil"