Como modesto representante del sexo masculino, uno ha defendido siempre que el tamaño no importa. En todas las tertulias en que ha podido, tanto en las jocosas como en las graves, y hasta en conversaciones cuerpo a cuerpo, ha insistido en que era lo de menos la cantidad. O para decir lo mismo en menos palabras: que la felicidad no está en los centímetros.
Me tocó más de una vez lidiar con algunas mihuras, como mi amiga Raquel, que con algún conocimiento de causa y con destacado empeño, defendía la conclusión contraria. Ella sostiene todavía que lo fundamental es la dimensión espacial: es la que añade ventajas y quita inconvenientes. Que la grandeza tiene directa influencia en la mismísima satisfacción.
Con sus eficaces argumentos hasta estuvo a punto de convencerme; en el nivel teórico claro. Puede ser razonable esgrimir la sesuda afirmación de que más vale que sobre que no que falte. Es mejor la abundancia que la carencia. Ella dice que se queda más contenta con el exceso que con el defecto. Nada que oponer en el planteamiento a priori. La sabiduría popular así lo ratifica.
Pero luego en la soledad de uno mismo, el hombre se pone a la defensiva, y con el no menos defendible argumento del "por si acaso", vuelve a apoyar lo que solía: Donde esté la calidad que se quite la cantidad. No hay que valorar cosas de peso por la mera apariencia, ni confundir la anatomía con la fisiología. Tampoco hace falta ser médico para eso. Los de Derecho a entender eso llegamos sin mayor problema.
De ahí que la convicción de estar en lo cierto se hizo con el tiempo más sólida. Tal vez por la poca práctica, uno se fue reafirmando en que lo importante era el uso, o dicho con mayor precisión: la destreza en la utilización del miembro. Ya puede cualquiera enorgullecerse de su enorme envergadura, que si no se conocen las buenas artes de nada va a valer el esplendor del tamaño. De nada sirven grandes velas, ni no vamos a tener viento. O lo que es todavía peor: si hay viento y la barca va a la deriva, sin patrón ni marinero que enderece el timón y lleve la nave hacia los adecuados derroteros.
En esa tranquilidad de ánimo me encontraba, cuando los avances de la técnica empezaron a hacerme dudar. Me cabreé conmigo mismo, como debería ser evidente, al tener que ceder en tan gran pilar de mi pensamiento. Pero no me ha quedado más remedio que pasarme al bando contrario. No por causa de una reflexión más profunda, sino por la simple vía de los hechos. Bien que lo siento, porque todavía no me ha dado el furor de los conversos. De momento ocupo el lugar de los desengañados, de los que vivieron mucho tiempo en el error y un buen día vieron la luz.
El caso es que quien suscribe tiene las manos grandes -si no se lo cree cualquier día comparamos-, y a este hecho singular hasta ahora no le había dado importancia alguna. Pero ocurre que su mujer le ha regalado un teléfono móvil ?celular, lo llamaríamos en Colombia-. Ese simple hecho ha sido la razón de que se chocara contra la evidencia: sus dedos no caben en las ínfimas teclas, y cuando quiere pulsar la "q" resulta que también pulsa la "w", y con frecuencia también la "e", con lo que la convicción no sólo ha mudado, sino que se ha fortalecido en la mudanza. Ahora no hace más que vivir en la angustia de enviar a sus buenos amigos mensajes largos y contundentes, pero perfectamente ininteligibles, y repetirse exasperado que el tamaño es cuestión básica.