OPINIóN
Actualizado 13/05/2016
Redacción

La lluvia cae mansamente sobre la tierra mientras el viento a ráfagas agita las ramas de las encinas. Hace un momento cuando todavía lucía el sol y sus rayos luminosos calentaban el aire y la tierra húmeda, los pájaros revoloteaban de rama en rama y me deleitaban con sus trinos, mientras escuchaba a lo lejos el canto de abril de una abubilla que con su cresta empinada, se hacía oír en todo el valle: ¡pu pú! ¡pu pú!. Cuando éramos niños decíamos: "si el pupo no canta entre marzo y abril, el pupo se ha muerto la fin va a venir". Esta agua benigna ha dado vida y hermosura a eso verdes y amarillos que cubren las besanas de estas tierras de trigales y ahora de la ya florecida colza, entre los rojizos barbecho. Qué belleza tan natural, tan universal, que a veces pasa desapercibida a nuestros ojos que se quedan colgados de los números o letras, o de las fotografías de un teléfono móvil. La naturaleza, mucho más allá del arte, que es el mimetismo de las formas creadas. Es el mundo universo que se está haciendo siempre, siempre en transformación. Ni una flor ni una hoja igual a otra. El universo siempre diverso y misterioso. También cuando se desbordan los ríos o tiembla la tierra cundo las masas tectónicas buscan su sitio con movimientos convulsos. La tierra se está configurando. Y a veces la tierra vomita el fuego que lleva dentro cumpliendo sus leyes. Y el hombre, tan pequeño en este universo infinito, inabarcable, se levanta contra su hermano y le hace la guerra, y lo asesina.

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