"Gajes del oficio" le decían a mi madre sus amigas cuando llegaba a casa quien les escribe con el pantalón agujereado y la piel del codo hecha jirones. "¿Quién le mandará ser portero?" a buen seguro pensaba mientras añadía una nueva rodillera al mosaico en el que se había convertido mi indumentaria. "No ganamos para ropa" me insinuaba, aunque luego, enseguida, me daba un beso y me felicitaba por la parada que había salvado el empate para nuestro equipo.
No lo voy a ocultar. Salvo excepciones, uno llega a portero por falta de talento, porque cansado de fracasar una vez y otra en sus intentos por ser delantero, siente que estar bajo el larguero puede ser un buen destino (en el que, además, dejará de ser el último elegido para las pachangas entre amigos). Sin embargo, a pesar de lo difícil de los inicios, no tardará en amar su posición en el campo y su liderazgo incontestable. Y se gustará a sí mismo mientras, agarrado al palo, coloca la barrera y todos le hacen caso. Y sentirá sobre sí la mirada del estadio cuando el delantero lo encare con la obligación de marcar un penalty.
Porteros hubo con gorra, sin guantes; de pelo de punta teñido o de melena desaliñada. Porteros hubo que parecían arañas, o escorpiones, aunque a todos les gustó ser considerados gatos. Los hubo también cantantes, y no solo en el campo, pero mi estirpe de guardametas favorita fue siempre la del gen sobrio, el aspecto recio y la manera de ser discreta, la integrada por aquellos que lo paraban todo sin darse importancia, quitándole hierro al asunto con la afirmación "es solo mi trabajo". Puestos a poner nombres a esta columna, confieso que fui siempre de Peter Schmeichel, que agradecí a Bodo Illgner sus servicios en el Madrid y que terminé valorando lo que hacía Van der Sar para cubrir tan bien el suelo desde sus dos metros de estatura. E incomprensiblemente amé a Casillas, paradigma del acaparador de dones, insultante en su facilidad para detener disparos.
El fútbol ha cambiado, ya no es el que conocí de niño. Ha renovado sus cortes de ídolos y se ha profesionalizado. Pero por suerte, dentro de todo este circo mediático, sigo reconociendo al portero erguido ante el bólido esférico que amenaza con penetrar la puerta de que es guardián; expuesto a la lluvia, al granizo y a la crítica despiadada de quien nunca ha visto venir un balón de frente. Nos haremos viejos y ahí seguirá él, ejerciendo su papel de antihéroe, de enemigo del gol y por ello del juego, sufriendo aquello que, desde tiempos remotos y pasando por mis abuelos y las amigas de mi madre, llaman "gajes del oficio".