OPINIóN
Actualizado 11/05/2016
Manuel Alcántara

La aparente simpleza de un objeto cotidiano que me rodea por doquier, que uso para permitir que entre luz en mi habitación aislándome del viento y del frío, para cubrir la mesa camilla que deposita en su encimera aquellas fotos, proteger del polvo la alacena que guarda las copas, la vajilla fina, se vuelve complejidad cuando se conoce que son el resultado, en condiciones favorables, de ciertos átomos y la fuerza que los enlaza. La cristalografía es una disciplina bella que estudia su crecimiento, forma y geometría. Una ciencia precisa que permite establecer en teoría la existencia de treinta y dos clases cristalinas que se agrupan en seis sistemas caracterizados por la longitud y posición exacta de sus ejes. Apenas hay lugar para la sorpresa, aunque la naturaleza siempre tiene sus caprichos.

Me entretengo viendo resbalar las gotas en el cristal de la sala y soy ajeno a cualquier elucubración científica de algo de lo que ignoro todo. Tampoco sé porqué en un momento concreto una gota decide deslizarse arrastrando a otras en su caída desencadenando el principio de gravedad que hasta entonces parecía en suspenso. Mi amigo el físico sabría explicármelo con sencillez. Imagino términos que tienen que ver con la tensión superficial, la adherencia, cuestiones que se me escapan. ¡Cuánta ignorancia! Todo queda confinado a la sabiduría convencional que conduce a la propiedad que más me aflige de los cristales que es su fragilidad, a pesar de lo mucho que se ha avanzado en una gama insólita de cristales irrompibles.

Durante mucho tiempo lo cristalino, además de vincularse con lo transparente, tenía que ver con un estado de delicadeza próximo a la quiebra. De ahí que en el hablar diario se hiciera referencia a tener un corazón de cristal para, metafóricamente, preludiar el desastre que acaecería a aquellas personas enamoradizas incapaces de afrontar los desatinos y las provocaciones del juego amoroso. Los cristales, entonces, más que laboriosas y armónicas estructuras químicas surgidas de la presión ejercida sobre gases enclaustrados, son figuras que se vuelven coloquialmente cotidianas, de manera que su existencia se entremezcla con la mía. Mi salud de cristal, el riesgo de pisar cristales, mi mirada cristalina, se vuelven evidencias, y a veces incluso exigencias, de mi existir. También los cientos de añicos tras la ruptura, cuando no la forma de araña después del impacto, o el cuarteado con el que hay que convivir casi siempre.

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