OPINIóN
Actualizado 10/05/2016
Luis Gutiérrez Barrio

Hoy amigo lector, (me consta que tengo dos o tres) cuando entres en esta sección, verás que no está mi columna habitual de los martes, perdóname esta falta de asistencia, pero es que hoy no tengo ganas de escribir. Me he levantado, he mirado a través de la ventana de mi casa del pueblo, he visto esta maravillosa mañana de primavera, con la lluvia golpeado los cristales de la ventana, las gotas de agua resbalando por el cristal en serena competición para llegar cuanto antes al suelo para unirse con sus hermanas y formar un gran charco en el que se confundan las unas con las otras, sin que nada las distinga, ni colores, ni tamaños?, donde lo importante es la unión de todas ellas para hacer fértil la tierra en la que se sumergirán dentro de breves instantes. Unas fecundarán mi modesto terruño, otras se evaporarán para que el ciclo vital continúe. Todas habrán cumplido su misión, sin importarles el papel que cada una haya jugado. Todos los papeles son igual de importantes, ninguna es más que otra. ¡Cuanto tenemos que aprender los humanos de la Naturaleza!

Hoy, amigo lector, no podrás leerme, he preferido quedarme con la nariz pegada al cristal de mi ventana, viendo como corre el agua, escuchando el leve son de las gotas golpeado el cristal. Luego, he salido al patio, he dejado que la lluvia penetre en mí, me he sentido gota de agua entre las gotas de agua. Me he acercado hasta el pequeño huerto en el que de mi mano, hace pocos días, sembré unas hortalizas. He vivido el milagro de ver cómo las primeras hojitas saludaban al nuevo día, como empujaban la áspera tierra con sus tiernos tallos buscando la luz, he visto como se alzan, orgullosos, buscando esas gotas de agua que les da la vida. Me ha parecido escuchar que entonaban cánticos de alegría y gratitud, por permitirles nacer, por impedir que se pudrieran en las entraña de la tierra sin disfrutar del milagro de la vida, y me he sentido planta entre las plantas. He visitado a mis gallinas, que acurrucadas en su gallinero, esperaban que la lluvia cesara y que el sol les anunciara el nuevo día. A pesar de la lluvia, ellas ya habían cumplido con su misión, unos huevos perfectos, sin contaminación de ningún tipo, lucían en los nidos. Ellas, cacareaban con estruendo, orgullosas por el deber cumplido.

Hoy amigo lector, tendrás que perdonarme por no acudir a mi cita de los martes. Ya sé que el mundo sigue, que hay infinidad de temas para escribir, que debo apresurarme para no perder el tren de la vida, que va tan deprisa que corremos el riesgo de perderlo si nos quedamos absortos, viendo como la Naturaleza renace mañana tras mañana. Pero, si te digo la verdad, aunque no puedas leerla, prefiero perder un tren, mil trenes, si a cambio gano unos instantes disfrutando de estas "pequeñas" cosas que nos ofrece a diario la Naturaleza.

Hoy no podrás leerme, pero si pudieras, me gustaría decirte, que tenemos mucho que aprender de la Naturaleza, que nos hemos separado tanto de ella, que hemos perdido de vista lo importante de la vida.

Hoy, amigo lector, no puedes leerme, pero si pudieras, me gustaría invitarte a que uno de estos días lluviosos, de los que tanto renegamos en la ciudad, vayas al campo, te asombrarás del milagro de la lluvia, de cómo la tierra la recibe apaciblemente, sabiendo que es el alimento que proporciona la vida.

Hoy no puedes leerme, pero si pudieras, te diría que mañana mismo salgas de la ciudad para perderte entre esos terrosos caminos de la Armuña, escoltados de verdes de cereal y amarillos intensos de colza. Seguro que no te importará perder alguno de esos falsos trenes de la vida, porque te habrás embarcado en el verdadero tren, ese que viaja lento, ese que te permite contemplar como renace la vida día a día. El apacible caminar, te permitirá verte a ti mismo, conocerte mejor, identificarte entre los tuyos, los tuyos de verdad, aquellos a los que nunca debiste abandonar. Piérdete en la inmensa llanura, sin que nadie te acompañe, sólo tú, con tus pensamientos, tus sentimientos, contigo mismo, y cuando llegues a lo alto de uno de sus ondulados cerros, mira alrededor, respira hondo, muy hondo, mete media Armuña en tus pulmones, y mira, mira a lo lejos, hasta que la mirada se pierda en el infinito del horizonte. Tal vez entonces comprendas, lo perdidos que andamos los hombres entre la multitud de la ciudad.

Hoy, amigo lector, no escribo, muchas son las cosas que me gustaría decirte, pero no, hoy no escribo, hoy me he quedado en mi huerto, con su verde árbol, y con su pozo blanco.

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