Un gorrión come de mi mano. Le echo migajas. Danza en torno a mí como un amable y frágil monaguillo que se ha salido de la procesión. La lluvia, mientras tanto, es un diálogo de lilas deshojadas y charcos íntimos donde mi corazón toca la infancia. En la ciudad lloran los semáforos. De nada sirven ya los protocolos. Nunca pensé que un pajarillo urbano tomara pan celeste entre mis dedos. Sigue lloviendo. Ella y yo volvemos a nuestra casa, mientras por la acera violácea corre el agua, en soledad.
Alejandro López Andrada