Uno puede imaginar que los lectores, más o menos devotos, de ciertas revistas "del corazón", estén algo acostumbrados a contemplar las fotografías de saraos monárquicos como los que se celebran cada dos por tres en los países donde las castas reinantes todavía ejercen, como el último organizado con motivo del cumpleaños del llamado rey Gustavo de Suecia, al que han asistido miembros de familias reales, reinantes o no, de todo el orbe monárquico y de las casas y dinastías más reconocidas en el asunto éste de las majestades. Pero por muy familiarizados que estén los avezados lectores del papel couché con los dispendios, exhibiciones, lujos y actas de la buena vida de estos personajes, hay gran cantidad de mortales a los que siguen repugnando estas muestras de superioridad social, estas atávicas celebraciones fuera de toda lógica y discreción, apartadas de la realidad y absolutamente carentes de justificación.
Si ya la existencia de los regímenes monárquicos es un atavismo incomprensible en pleno siglo XXI y una aberración que paraliza y condiciona el total crecimiento político en plena democracia, las exhibiciones públicas del lujo, la supuesta excelencia, las muestras de las dinastías hereditarias o la impudicia general con que se publicita la riqueza de sus miembros, atacan directamente la sensibilidad y hasta la misma dignidad de gran parte de la ciudadanía, a la que si por un lado se quiere hacer comulgar con el cumplimiento y ejercicio de las normas democráticas, el disfrute de sus derechos, la vigilancia en sus deberes, su rosario de ventajas y su lista de obligaciones, por otra se impone, sin posibilidad de defensa, una cualidad de súbditos frontalmente contraria a la igualdad y en ocasiones dolorosamente insultante.
Al profundo rechazo que en capas sociales cada vez más amplias (por informadas) suscita la monarquía como forma de estado en cualquier país, viene a unirse, en el caso español, una situación que la dota aquí de elementos particulares que agravan en gran medida ese sentimiento de rechazo, pues a un régimen monárquico impuesto caprichosamente por una dictadura que tomó el poder a sangre y fuego y sometió durante cuarenta años a este país a una de las más crueles dictaduras, se ha unido en los últimos tiempos una curiosa multiplicación por dos de las figuras reinantes y los títulos vitalicios de familiares y allegados, multiplicación, cómo no, consentida, arropada, tragada, deglutida y aceptada por unas instituciones públicas y privadas y unos medios de comunicación que, en este tema, nunca han alcanzado la altura suficiente de libertad ni de uso de la libertad como para haber cuestionado, una vez superadas las angustias de la Transición, una forma de estado rechazada por los españoles hace muchos años. Podrá argüirse, como pobremente se hace, que la monarquía es la forma de estado que consagra la Constitución, como si la norma suprema hubiera sido dictada por una incontestable divinidad y no hubiese sido reformada, a capricho y rápidamente, como se ha hecho cuando ha convenido.
Los motivos del rechazo a la monarquía, en la mayor parte de los casos, tienen poco que ver con las personas que ostentan su representatividad -aunque últimamente, no tanto- y sí con el ejercicio de la democracia total por parte de la ciudadanía; con la conciencia que el sujeto democrático ha de tener de su propio valor como miembro de una comunidad libre; de su estatura y papel en el ámbito de la igualdad, con el respeto y el justiprecio que a uno y de uno mismo ha de autoejercer, activamente, como integrante de la comunidad; con el rechazo a la sumisión, con la capacidad crítica y hasta con la inteligencia. La reforma de la Constitución en este aspecto es una asignatura que, de momento, no ha planteado para aprobar, ni siquiera presentarse a examen, ninguno de los contendientes electorales, y eso dice algo (más bien triste) de todos ellos.