La detención de los dirigentes de Manos Limpias y de Ausbank por delitos en la más pura línea de los gánsteres del Chicago de los años 30 evidencia que la gran corrupción no es solo cosa de los políticos, como a algunos les pudiera parecer.
Además, la imputación de Miguel Bernal y Luis Pineda implica la colaboración, al menos pasiva, de aquéllos a quienes extorsionaban, de los medios de comunicación que miraban hacia otra parte y de gentes a las que beneficiaban sus prácticas mafiosas. Muchos corruptos, pues, entre quienes repartir culpas.
Hecha esta primera observación, hay otra tanto o más inquietante que ella: la de que España no es el país con más corrupción política, pese a la crónica diaria de cargos públicos pillados con las manos en la masa. En América Latina, por ejemplo, existe una docena de ex presidentes de aquellas repúblicas acusados o condenados en firme por prácticas corruptas. Hasta la brasileña Dilma Rousseff, dirigente del país más rico de Sudamérica, se enfrenta a su destitución por ese tipo de delitos.
Claro que todo esto no es exclusivo de países en vías de desarrollo. Por supuesto. Aquí al lado, en Italia, tenemos el caso clamoroso de Silvio Berlusconi; en Francia, los dos últimos presidentes están procesados por corrupción, y, en Portugal, el ex primer ministro, José Sócrates, ha pasado por la cárcel por ese motivo.
Ya se ve que en todas partes cuecen habas, y, en algunos casos, hasta de una mezquindad de manual. Hace pocos años, por ejemplo, el Daily Mirror publicó una extensísima lista de miembros del Parlamento británico que cargaban a los presupuestos públicos desde reformas de sus apartamentos hasta sándwiches compartidos con sus amantes.
La corrupción parece, pues, algo arraigado en la simple condición humana. La gente de a pie, que no tiene posibilidades de meter mano en la caja pública, se conforma con enchufar en un cargo a sus parientes, evitar el pago del IVA, copiar en los exámenes, pedir una subvención que no le corresponde y cosas por el estilo.
Para acabar con las prácticas corruptas no basta, por consiguiente, con meter en la cárcel a los políticos que se lo merecen, sino que se precisa una amplia regeneración moral. Por suerte, el reciente afloramiento masivo de casos de corrupción está sirviendo, al menos, para cambiar nuestra percepción sobre la nocividad social de este tipo de conductas.