OPINIóN
Actualizado 30/04/2016
Manuel Lamas

Hace ya mucho tiempo, acudió la historia al templo de la verdad. Quiso mostrar sus quejas al Dios de la Sabiduría, por la forma en que los hombres referían los hechos.

En un espacio tranquilo de ese recinto imaginario, desanduvo los caminos del tiempo, pero no encontró a los historiadores que escribieron las crónicas. Su decepción fue enorme; incalculable fue, asimismo, su dolor. No tardaron el brotar sus lágrimas, bañando la tierra pisada por los siglos. Tampoco bajo sus capas descubrió, indicio alguno, para localizar a los responsables de tantos desafueros.

Allí permaneció durante mucho tiempo. Inmóvil, en el mismo lugar ocupado desde el principio, esperó su turno para hablar. En el tiempo de la espera, fue recordando los hechos de la forma en que habían sucedido, y los iba comparando con los que, en otra parte de su memoria, estaban visiblemente adulterados. Nombres y fechas salpicaban las noticias referidas por gente más cerca del propio interés que de la verdad.

Gran error el que cometieron tales personajes, al mostrar a la posteridad los delitos como proezas, y las atrocidades como audacias. Además, eliminaron las pruebas para que nadie pudiera contradecirles. El daño que hicieron a la historia fue enorme.

Al cambiar el curso de los hechos, moviendo los hilos de la historia, pusieron a la condición humana bajo sospecha. Ciertamente, la historia, siempre fue manipulada en función de intereses de todo tipo. Y seguirá asiendo así en un futuro. Hoy, no somos mejores que ayer y, con toda seguridad, mañana, la humanidad, habrá descendido muchos peldaños en su condición más noble.

Cada día, sin que nos demos cuenta, vamos perdiendo parte de nuestra integridad personal. Y, si hoy tuviéramos que escribir las crónicas de nuestro tiempo, mayores serían los errores porque, el egoísmo se ha multiplicado, llegando a todos los ámbitos donde nos movemos.

La sombra de la duda sobrevuela el territorio y, la historia, abandona el templo de la verdad sin haber corregido los errores. El mundo es demasiado ruidoso e insensible. La sordera que nos afecta se llama insolidaridad, y las mentiras que utilizamos para disfrazar la historia, tienen el nombre de codicia.

A extramuros de ese templo se escribirá la historia del fututo. Allí discurre el mundo real, con sus calles bulliciosas y sus plazas empedradas. Todo es movimiento; comprar y vender. Dar vueltas es lo único que hacemos mientras, cada uno de nosotros, acuñamos con nuestra conducta la pequeña historia de nuestra vida; fil reflejo de esa historia mayor que criticamos.

Ya vencida la jornada, abandonó ese templo la historia sin recibir absolución. Ni siquiera tomó la palabra para defenderse. No mereció la pena porque, las personas, seguirán diciendo lo que quieren para alcanzar sus objetivos. Poco importa decir la verdad cuando no son rentables sus proclamas.

La historia sabe que no ha cometido ningún pecado; al contrario, la constante manipulación a la que ha sido sometida, la ha dejado estéril. Hoy, nadie confía en ella.

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