La levedad de las bases de nuestra convivencia se muestra dolorosamente en este país cada vez que surge el tema del terrorismo etarra. Con la banda criminal hoy ya totalmente fuera de la realidad social vasca y española, diríase que, en ciertos aspectos, seguimos aferrándonos a su pasada existencia para reafirmarnos en un territorio de inocencia que no tendríamos ninguna necesidad de explicitar. Ni siquiera es fácil escribir un artículo con el ánimo de ecuanimidad suficiente como para que uno mismo no dude a cada frase de estar reflejando cabalmente sus convicciones respecto al terrorismo de ETA, aunque quien esto firma albergue en sí como principio irrenunciable su rechazo radical a la violencia terrorista, al tiempo que su inquebrantable confianza en la palabra y en el diálogo para cualquier situación. Resulta doloroso contemplar cómo cualquier intento de normalización de la realidad política de Euskadi en relación con el estado español, en un tiempo en el que se han superado ya la oscuridad de la sinrazón y el escalofrío del miedo, es sin embargo contestada con automatismos de rechazo que hacen imposible cualquier entendimiento. Es lo que ha sucedido días pasados en el Parlamento Europeo con la manifestación política antiterrorista realizada allí en contestación y rechazo a la intervención en la misma institución del líder abertzale Arnaldo Otegui. Incluso la información de ambos actos suministrada por diferentes medios de comunicación, adoptan en ocasiones tales sesgos de pronunciado rechazo tanto a las palabras del dirigente vasco como, lo que es más grave, a su derecho a pronunciarlas, y por eso uno duda seriamente de que exista en ciertos ámbitos verdadera voluntad de superación del ignominioso pasado en la realidad vasca, y de que el peso de las víctimas no esté asfixiando permanentemente nuestra clarividencia.
La utilización del dolor de las víctimas como moneda de cambio política desde hace décadas por parte de partidos, instituciones, medios de comunicación y otros estamentos sociales, que ha generado un radicalismo de tipo maniqueo enquistado en la acción política y también en la estructura social; la incapacidad de los terroristas presos para renunciar al gregarismo bandido e integrarse en la nueva sociedad vasca y española, asumiendo las exigencias de arrepentimiento y reparación que es legítimo exigirles; los atávicos lenguajes tanto del más radical abertzalismo violento y excluyente como del más manipulado y politizado victimismo, que parecen retroalimentarse como si de ello dependiera, y tal vez así sea, la misma existencia de cada uno de ellos, incapaces ambos de siquiera sentarse a una mesa, mirarse a la cara o reconocerse como prójimo; o el absurdo afán de matar al mensajero que porte o abra cualquier atisbo, intento o posibilidad de acercamiento, diálogo, exposición, clarificación, explicación o solución, hacen que la esperanza de superar un conflicto que sin radicalismos estaría en vías de solución, se muestre cada día más alejada.