OPINIóN
Actualizado 28/04/2016
José Javier Rodríguez Santos

En un lejano país vivía una pequeña tribu gobernada por un jefe que, aunque no era del agrado de todos, hacía que el día a día de sus gentes fuera discurriendo de forma sosegada y sin mayores sobresaltos. Las familias se ayudaban unas a otras para busca

Sin embargo, durante la época de lluvias torrenciales, el río que regaba sus cosechas y abrevaba a las reses se desbordaba y, a veces, ocasionaba daños irreparables. Entonces, el gran jefe organizaba a los hombres y mujeres para que el poblado pudiera sobrevivir. A veces sus decisiones no contentaban a todos...

Como todo grupo que se precie, sus más encarnizados enemigos eran los pueblos vecinos. Mientras estos hacían incursiones en sus sembrados o robaban su ganado, el jefe permanecía impasible sin amedrentar a sus rivales, buscando, ante todo, la paz de los suyos, tratando de evitar conflictos innecesarios.

El tiempo fue pasando y las amenazas externas iban creciendo. De ahí que decidió ceder ciertas parcelas del propio territorio a sus adversarios, creyendo que así iba a aplacar su codicia desmedida. Si bien, sucedió todo lo contrario. Las tribus rivales iban asediándoles progresivamente y cada día demandaban nuevas pretensiones.

Simultáneamente, el malestar interno iba creciendo. Nadie se atrevía a llevar la contraria al jefe temiendo ser el centro de su ira. Aun así, las críticas a líder se producían por doquier pero este no las escuchaba o no las quería oír...

El tiempo, el inmovilismo, el dejar que las cosas pasaran, el abandono de los principios propios del clan, hicieron mella en el ánimo en las gentes del poblado. Abandonaron a su jefe y le dejaron sólo ante sus adversarios más temidos. Ahora, toda la tribu, como agente activo de su futuro, vaga en busca de un porvenir mejor, convirtiéndose en los protagonistas reales de su devenir en el mundo y lograr la estabilidad y seguridad que su líder no les supo dar.

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