OPINIóN
Actualizado 21/04/2016
Redacción

Hace unos días, el diario ABC ha realizado una entrevista al filósofo y pedagogo Gregorio Luri, donde afirma: "nada me parece más elemental que desear lo mejor para los hijos. Lo que no me parece tan obvio es que lo mejor sea esa felicidad positiva, blanda y sentimentaloide". A renglón seguido mantenía que tenía una pesadilla recurrente: "el futuro nos depara una humanidad sedente contemplando vídeos de gatitos".

Las redes sociales están llenas de este tipo de vídeos donde se nos ofrece un horizonte de felicidad sentimentaloide que hace furor entre padres y maestros. Si el tema se mantuviera solo en las redes podríamos estar tranquilos. Ahora bien, se trata de una plaga que impregna todo, como si ser epidérmicamente feliz fuera una obligación y una ideología que llega hasta el parlamento.
Dicho así, parece que quienes pensamos de otra forma vamos a contracorriente y no nos preocupa la felicidad. Nada más lejos. El problema está en la simplificación y la reducción de toda la educación, la cultura y la política a claves de inteligencia emocional. Esta fiebre de inteligencia emocional está sostenida por algunas investigaciones neurocientíficas donde se nos recuerda que el juicio moral depende de las emociones, como si las investigaciones de Marc Hauser y Antonio Damasio fueran las únicas investigaciones con valor educativo.
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Las emociones no son valiosas ni en sí mismas ni por sí mismas, siempre están vinculadas a otras dimensiones del conocimiento. Lo que llamamos "inteligencia emocional" no describe la totalidad de la inteligencia humana o el lado más valioso, sino una dimensión. Por eso, el hecho de organizar las empresas, los centros educativos y la vida de las familias exclusivamente en términos de inteligencia emocional es un error que puede pagarse muy caro. Una inteligencia emocional es necesaria pero no es suficiente, requiere también una inteligencia cognitiva, social, maternal, matemática o espiritual. Un zapatero "bueno" no es necesariamente un "buen" zapatero, recordaba Aristóteles.
De esto se habla poco en revistas de autoayuda y los profesionales de la educación parecen seducidos por la educación emocional, como si el aprendizaje o crecimiento se redujera a gestionar emociones. Luri recuerda que Luther King, Hitler y Maquiavelo eran buenos representantes de la inteligencia emocional. Al incidir de forma obsesiva en la inteligencia emocional, algunos educadores parecen olvidar el valor educativo de la gestión, disciplina y ordenación de la vida emocional como un horizonte educativo imprescindible. Es una pena que en muchas programaciones educativas se considere más importante la incontinencia emocional y la empatía epidérmica que los compromisos de proximidad, como si la educación para la solidaridad y la justicia fuera incompatible con las faenas de la casa y la limpieza en el colegio.
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