OPINIóN
Actualizado 16/04/2016
Ángel González Quesada

La hipocresía, la desatención y la inconsciencia con que las instituciones públicas de este país enfrentan el gravísimo problema del abusivo consumo de alcohol, está ya rozando, si no cayendo, en lo delictivo. Unas instituciones, ayuntamientos, comunidades autónomas y ministerios nacionales encargados del tema entre cuyas primeras obligaciones figura explícitamente el cuidado, vigilancia y mejora de la salud colectiva, han renunciado estruendosamente a ejercer tal cometido en todo lo relacionado con el consumo de alcohol, y esa renuncia, esa intolerable dejación ha cristalizado en una situación tan patética que resulta difícil describirla.

Desde la inquietante relajación en el cumplimiento de la legislación de control publicitario del alcohol, que ha llegado a cotas de tal contradicción y manoseo que pareciera incluso planeada sistemáticamente su transgresión, hasta la legalización decretada del relajo en las condiciones y prevenciones adoptadas hace lustros para la prevención del consumo abusivo de alcohol, el comportamiento de los supuestos vigilantes de la salubridad pública amontona records de incumplimiento, inconsciente permisividad y modos tan estúpidos de socialización del consumo, que han convertido el ocio en sinónimo de borrachera, las celebraciones en excusas para lo mismo y la alegría en el umbral de la embriaguez.

Famosos, incluso ídolos de la juventud supuestamente ejemplares, que se prestan sin pestañear a asociar su nombre con la venta de alcohol; patrocinios aceptados por instituciones públicas para asociarlos al deporte o a instalaciones deportivas e, incluso, a las actividades saludables que dicen promover; instituciones educativas ?institutos, universidades...- que suspenden el desarrollo de la docencia e incluso la paralizan durante días para permitir el botellón callejero o el casi un poco más discreto del concierto musical como excusa; ayuntamientos que utilizan a la policía municipal para desviar el tráfico porque las calles se ven invadidas de jóvenes borrachos; convocatorias de celebraciones-botellón, fiestas-botellón, patronos-botellón, procesiones-botellón y mil y una seudo tradiciones-botellón y cuantas instancias quieran pensarse de cualquier celebración colectiva, gregaria, corporativista o de patronazgo, han situado a este país en los más altos índices de alcoholismo juvenil, chabacanería, desatención y mala educación, y en los más bajos de competencia escolar y probidad profesional directamente relacionados con el consumo de alcohol, así como en los más vergonzosos índices de precocidad en el consumo.

Sé que ya he escrito estos párrafos. Una y otra vez. Que vivo en una ciudad, Salamanca, paradigma y ejemplo de la borrachera, tanto que sólo sale en los informativos cuando organiza el mayor botellón callejero (la Nochevieja universitaria, lo llaman -y ahora también el Lunes de Aguas-) y convierte su zona monumental en escupidera, urinario y letrina, y que aquí vienen a emborracharse de todas partes al calor de la molicie institucional para con el tema, y que nadie se molesta en asociar el número de matriculados en la Universidad cada año con la permisividad alcohólica de que hace gala esta ciudad. Sé que esta queja sólo puede aspirar a recibir algún insulto más por parte de la hostelería en general, los pijos en particular y, como siempre, las fuerzas vivas más muertas ?los borrachos no suelen leer-.

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