OPINIóN
Actualizado 01/04/2016
Marta Ferreira

Terminó la Semana Santa y muchos cofrades recuerdan con nostalgia los siete días transcurridos, entre olor a incienso, adornos florales e imágenes que siempre nos miran desde el interior de nuestro corazón, aunque por desgracia a veces solo nos quedemos en la superficie de lo exterior. Se acabó la Semana Santa y algunos, como en Sevilla, abren un nuevo calendario en que se señalan los días que faltan para la del año que viene, porque esperarla es vivirla de nuevo y sin ella el tiempo se hace más duro.

Y no están mal estos sentimientos de cofrade de a pie, pero no conviene olvidar que la Semana Santa es prólogo para lo verdaderamente importante: el tiempo de Pascua, la Resurrección. Es como si nos costara aceptar que estamos llamados a mucho más que sufrir con los dolores del Nazareno, del Rescatado, del Flagelado o del Despojado: estamos llamados no a sufrir sino a gozar, y no un ratito, eso tan humano de estar bien a veces para volver a estar mal, sino definitivamente y en plenitud. Y eso es la Pascua, el tiempo de la Vida, con mayúsculas, no de andar por casa sino de estar para siempre bien. Evidentemente, no está a nuestro alcance, faltaría más, nos lo han regalado: Dios nos lo ha regalado a través de Jesús en su resurrección.

Por eso la Pascua es lo verdaderamente importante, aunque conviene recordar que no hay Pascua sin Pasión, no hay gozo sin dolor, pero al final el gozo, la felicidad, el sentido, prevalecen sobre el dolor, la muerte y la angustia. Y esto hay que proclamarlo porque es el santo y seña del cristianismo, sin ello no hay cristianismo, es una pamema, el cristianismo es la esperanza de una vida plena. ¿Por qué lo olvidamos tan frecuentemente o es que no lo creemos?

Por eso, qué pena que se olvide, que lo olvidemos, que lo releguemos al desván de las cosas inútiles, que se convierta en una frase, en un dicho, y que no lo creamos existencialmente, porque nuestra vida sería distinta, porque nuestra vida sería otra, mejor, en esperanza, no rutinaria y gris y sin contornos. Y, en consecuencia, quedarse en la Semana Santa, no es de un buen cofrade, ni de un buen cristiano, es más bien lo contrario: la Semana Santa es el prólogo de lo más grande, de lo que no podemos perder jamás ni olvidar. Si lo hacemos, qué desgracia la nuestra, como escribió Pablo de Tarso, que sabía de lo que hablaba, no en vano fue el primer teólogo ?y el más importante- del cristianismo.

Por eso, qué desastre el pasado domingo, cuando veía entrar el Resucitado en la Plaza Mayor acompañado a los sones de una banda militar que interpretaba el himno legionario de "El novio de la muerte". El cristiano nunca es novio de la muerte, siempre es novio de la vida, el cristianismo no es una religión de muertos sino de vivos, aquí no se trata de necrofilia sino de lo opuesto: vida, resurrección. Pero qué tiene que ver tal himno con la esperanza cristiana. Me indigné, lo reconozco, como otras personas que me rodeaban y no daban crédito al disparate. Que Dios los perdone, porque no sabían lo que hacían, pero la Semana Santa de Salamanca debe evitar desafueros tales, si quiere seguir llamándose Santa.

Entremos, pues, en el tiempo nuevo. Un tiempo para la alegría, para la vida auténtica, para la esperanza que no fenece. Creer en la Resurrección de Jesús es mirar con esperanza.

Marta FERREIRA

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