OPINIóN
Actualizado 30/03/2016
Manuel Alcántara

Cuando amanece y desde la cama mira por la ventana, mi amigo siente un escalofrío agudizado por la luz mortecina del alba que sigue a la noche lluviosa. Un repentino espasmo que ya se ha hecho crónico. Piensa en la inmediatez de la nueva jornada, en las tareas pendientes. El agobio despierta una lucidez que le calma por un instante, el lapso suficiente para olvidar la noche, los sueños vertiginosos, la pesadilla recurrente. Sabe del afán de la jornada, del compromiso que no quiere atender. Todavía agarrado a las cobijas gruñe en silencio mientras repudia su falta de pericia, su incapacidad para afrontar la relación con su última pareja. Enmascarado tras su semblante ojeroso y con la papada flácida que le hacen rechazar el vejatorio espejo, sospecha que, un día más, será incapaz de hacer la llamada.

Cuando el sol se alza en el cielo echando un pulso a las nubes, mi amigo se transforma, dejando atrás el rictus del dolor permanente. La actividad frenética le lleva de negocio en negocio, de cita en cita. Apenas una pausa para reorganizar la agenda, llamar a su oficina para confirmar una reunión, para recibir el aviso que nunca llega. Son jornadas que se repiten día tras día. Monótonas. Un almuerzo de trabajo le saca momentáneamente de la rutina al introducirle en otra, marcada por la banalidad de la vida social con colegas. Ritos que alumbran aspectos sórdidos hasta hacerlos parecer simpáticos. La frivolidad necesaria para relajar el dolor que reaparece ajeno a la etiqueta del instante. La tarde prosigue y las compraventas se cierran a medias. Como siempre.

Cuando anochece y "el pescado está vendido", mi amigo es consciente que ha vuelto a sobrevivir, una fecha más. Una jornada sin heroísmo, devenida en una reiterada sucesión de actos reflejos, de convenciones aprendidas hace mucho. Un cúmulo de días prosaicos que nutren una vida anodina. Una existencia morosa que parece tomar sentido al desnudarse en su cuarto de baño y comenzar, como cada noche, a curarse con parsimonia aquella laceración que sangra perezosamente. La llaga que le genera una quemazón permanente, una excoriación que nunca supo cómo ni en qué momento concreto surgió. Durante largos minutos permanece absorto, ensimismado por el poder cautivador de su intimidad, un secreto que pocos conocemos. La herida que avienta la subsistencia, el hiato que domina el día y que solo se cierra por la noche.

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