OPINIóN
Actualizado 17/03/2016
Juan José Nieto Lobato

Lo confieso. Mi sueño recurrente de niñez era ser olímpico, representar a mi país en ese gran encuentro de atletas, en esa tregua que se concede el mundo para contemplar las gestas de quienes silenciosamente vienen preparándose durante años. Por aquel entonces creía que, así como la llama de Olimpia representa el desafío de los mortales a los dioses, también los deportistas, los titanes de nuestro tiempo, se ofrecían como sacrificio en aras de la salvación del resto de la humanidad, de ese conjunto informe de supervivientes sin el don ni el tesón necesarios como para igualar sus gestas, pero con la capacidad suficiente como para admirarlas y, aunque sea bajo la cobertura del techo de sus hogares o en un parque cercano, acaso imitarlas.

Pero uno crece y en su mente irrumpen otros escenarios, otras lógicas y otros héroes. Y uno crece aún más y ya la patria le dice poco, y solo ve hombres y mujeres de la misma materia, nacidos de un mismo útero aunque concebidos en noches diferentes, en lugares separados por fronteras artificiales. Y entonces uno deja de comprender por qué en la ceremonia inaugural no visten todos igual ni pasean unidos tras una misma bandera, y empieza a pensar que tras cada zancada, que tras cada brazada o palada, se halla en la sombra un interés oculto, político en el mejor de los casos, y que, finalmente, solo queda aceptar que los Juegos Olímpicos son en la Tierra lo que la carrera espacial en el vasto universo: otra arista más de la burda Geopolítica envuelta en los paños de la inocencia.

Y uno crece aún más, y lee lo suficiente como para darse cuenta de que, como viene sucediendo desde la noche de los tiempos, todo ideal romántico y bienintencionado es susceptible de quedar pervertido en manos de los insensibles caballeros del dinero, hombres de negro autoproclamados nuevos dioses del altar olímpico, conseguidores y corruptos a la espera de un pelotazo en Barcelona, Sidney, Pekín o Río. Y uno se queda con ganas de ser el nuevo Prometeo, de acudir a una de sus reuniones y, en medio de la actuación de alguna stripper, robarles el fuego con el que calientan sus egos y sus bolsillos y con el que se permiten conciliar el sueño a pesar de todo el veneno que les circula por las venas.

Sin embargo, de nuevo, tras años renegando de aquel sueño, ha regresado a mí el anhelo de ser olímpico, de ser ese deportista que visualiza una huella más allá de la de su último salto, un nuevo listón en el cielo. Quiero ser ese chico que estudia o trabaja a la vez que entrena, ese beneficiario de becas raquíticas, esa flor que, a pesar de ser igual de bella cada primavera, solo existe cuando es mirada. Sí, quiero ser olímpico y colgar todas las llamadas de los que quieran saber de mí el próximo agosto. Responderles con el mismo silencio respetuoso con el que ellos me han dejado trabajar estos años.

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