Al igual que, pese a estar a años luz del consenso imprescindible, nadie pone en duda ya que la Constitución Española necesita una profunda puesta al día, personalmente sigo sin entender a cuento de qué las Cortes de Castilla y León se han empeñado en revisar de nuevo el Estatuto de Autonomía.
Plantear un proceso legislativo de este alcance -que requiere en primera instancia la mayoría cualificada de los dos tercios (56 procuradores) del Parlamento Autonómico y la posterior aprobación tanto del Congreso como del Senado- resulta de entrada completamente intempestivo en tanto no se despeje la actual situación política nacional. Pero más allá de esta inoportunidad, la cuestión previa y fundamental es otra: ¿Qué necesidad tan perentoria existe de reformar de nuevo el Estatuto de Castilla y León?
Reciente -y en algunos aspectos inédita- sigue la reforma pactada por PP y PSOE en 2007, cuya principal motivación no fue otra que la de incorporar una nueva competencia muy codiciada por la Junta, cual era la gestión de la cuenca del Duero. Se aprovechó entonces para incluir iniciativas como la Renta Garantizada de Ciudadanía, la elevación del Diálogo Social a rango de ley o el Plan de Convergencia Interior, todas las cuales en realidad podían haberse puesto en marcha sin necesidad de tocar el Estatuto. Y ya decididos a ponernos estupendos, se aprovechó el viaje para introducir una serie de principios que supuestamente iban a garantizar la suficiencia financiera de la comunidad. Con todo lo cual se nos llegó a decir que Castilla y León había alcanzado por fin su mayoría de edad y que su techo competencial no tenía ya nada que envidiar a las autonomías de primera.
Esa ridícula ensoñación se dio de bruces con la realidad tan pronto como el Tribunal Constitucional echó abajo la transferencia de la gestión del agua y se aprobó un nuevo modelo de financiación autonómica que seguía y sigue sin garantizar la suficiencia financiera de la comunidad. Por su parte, la Junta decidió suspender, justo cuando más necesario era mantenerlo, el Plan de Convergencia Interior, el instrumento creado contemplado en el vigente Estatuto para tratar de corregir los desequilibrios territoriales internos.
La nueva reforma que ahora se pretende aparece vinculada en origen a los compromisos sobre "regeneración democrática" contemplados en el pacto entre PP y Ciudadanos que hizo posible la investidura de Juan Vicente Herrera. Sin embargo, de ellos tan solo hay uno -la limitación de los aforamientos- que requiere modificar el Estatuto.
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Fuentes (C's), Fernández (Podemos) y Tudanca (PSOE) |
Todo lo demás, la limitación de mandatos en las presidencias de la Junta, de las Cortes y del resto de las instituciones autonómicas, así como la de los presidentes y los portavoces de los grupos parlamentarios, la incompatibilidad entre los puestos de procurador y alcalde de un municipio de más de 20.000 habitantes, etc. no necesita de ninguna la reforma estatutaria. Como tampoco es necesaria para apartar fulminantemente de cualquier cargo a los incursos en procesos de corrupción y declarar su inelegibilidad tan pronto se abra el correspondiente juicio oral, o para regular los debates en las campañas electorales. Basta, según los casos, con modificar la Ley de Gobierno y Administración de Castilla y León, la Ley Electoral de Castilla y León y el Reglamento de las Cortes.
Una aberración democrática.- Paradójicamente, Ciudadanos no incluyó en ese acuerdo de investidura el factor que distorsiona por completo la representatividad de las Cortes de Castilla y León, donde el PP, que sumó 514.301 votos en las últimas elecciones autonómicas, dispone exactamente de la mitad (42) de los escaños, en tanto que el resto de los grupos, pese representar a 734.696 votantes, han de conformarse con repartirse los otros 42.
Dicha aberración democrática -agravada por un Reglamento de la Cámara que deshace los empates a favor del grupo popular- tiene su origen en la distribución provincial de los escaños regulada por el art. 21.2 del Estatuto. La distorsión es de tal dimensión que, de haberse celebrado las últimas elecciones autonómicas en una circunscripción única para toda la comunidad, el PP solo contaría con 35 escaños, el PSOE tendría 24 (uno menos que ahora), Podemos 11 (uno más), Ciudadanos 9 (4 más), IU 3 (2 más), UPL mantendría el que tiene y UPyD habría entrado con un procurador en las Cortes.
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Sesión plenaria de las Cortes |
Ni que decir tiene que el PP no está dispuesto a modificar ese apartado del Estatuto, como no sea para reducir -no dice en cuantos- el número de procuradores, lo que le daría aún mayor ventaja. La circunscripción única que defienden Podemos y Ciudadanos, que no el PSOE, está por tanto condenada al fracaso. A partir de ahí, salvo que se acote exclusivamente a la limitación de los aforamientos, es inexplicable que la oposición entre el juego de ninguna reforma que no corrija esa aberración democrática. En realidad, se trata del mismo problema que existe con la Constitución: Mientras esté en su mano bloquearla -y lo está mediante su mayoría absoluta en el Senado- el PP no va a acceder a ninguna reforma que le reste poder, empezando por la reforma de la propia Cámara Alta.
De igual modo que puede abandonarse toda esperanza de que el grupo popular vaya a avenirse a una reforma del Reglamento de las Cortes que altere la posición de dominio que le permite bloquear las iniciativas de la oposición, sin importar que estas cuenten con el respaldo de 220.000 votantes más que las suyas. Allá Herrera y los suyos si siguen utilizando torticeramente dicha capacidad de bloqueo de forma tan soez como lo vienen haciendo (en las dos comisiones de investigación en curso y en infinidad de asuntos más). A la postre con ello no está haciendo otra cosa que evidenciar su numantina resistencia a todo cuanto suponga regeneración democrática y lucha contra la corrupción. Lo único de esperar es que antes o después ello les pase una elevada factura.
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