OPINIóN
Actualizado 14/03/2016
Javier González Alonso

El pasado viernes, 11 de marzo, se cumplieron cinco años desde el accidente trágico accidente nuclear de Fukushima, en la costa nororiental de Japón. Un terremoto de 8,9 grados, en la escala de Richter, y el tsunami que desencadenó, con olas de 15 metros de altura, afectó gravemente a dicha central nuclear. En el momento del accidente la central disponía de 6 reactores, aunque únicamente estaban operando tres de ellos, pues los otros estaban en parada técnica por mantenimiento. Los reactores que estaban funcionando se pararon automáticamente, pues para enfriarlos es imprescindible la energía eléctrica, pero la red se había venido abajo por el terremoto; los generadores autónomos hicieron lo propio cuando llegó el tsunami, lo que provocó que, ante la falta de refrigeración, se fundieran los núcleos de los tres reactores que estaban en funcionamiento.

Que este accidente ocurriera en Japón, país con amplia experiencia en cuanto a vivir en permanente alerta geodinámica, está situado en el llamado "cinturón de fuego", la zona sísmicamente más inestable del planeta, habla de la peligrosidad intrínseca de la energía nuclear y de la incapacidad del ser humano para manejarla adecuadamente. En los días posteriores, y con las réplicas que suceden en todos los movimientos sísmicos, se sucedieron varias explosiones que empeoraron la situación. El combustible gastado, almacenado en piscinas, se sobrecalentó por la reducción del nivel de agua en su interior. Las autoridades decretaron una primera evacuación en un radio de veinte kilómetros alrededor de la planta, aunque fue aumentada paulatinamente hasta el doble de distancia. Todavía, hoy en día, se mantiene la zona de exclusión en los iniciales 20 kilómetros, sin que nadie sea capaz de poner fecha al regreso de la población. Y estamos hablando de 70.000 de los 200.000 desalojados iniciales, por no hablar de las 20.000 personas muertas en los primeros días.

Un país, Japón, cuyo primer ministro en aquellos momentos, Naoto Kan, era un firme defensor de la energía nuclear, aunque ha cambiado de opinión y ahora es uno de sus detractores más destacados. En una reciente entrevista afirmaba: "ahora pienso que todas las centrales nucleares deberían cerrarse y haré todo lo que sea útil para que eso suceda". Aquí, y pese a los accidentes que también hemos sufrido, alguno de ellos calificados como muy graves, aunque no fueran dados a conocer a la opinión pública, el gobierno en funciones, con el ministro Soria a la cabeza, insiste en prolongar la vida útil de la central de Santa María de Garoña, incluso en contra de los informes de los organismos nucleares o de las propias compañías eléctricas, a las que las inversiones que tendrían que realizar les disuade de continuar con ella abierta.

Ojiplático me quedo por el empecinamiento de estos señores que, lejos de pensar en el bien común, parecen pensar exclusivamente en los cargos que les esperan cuando cesen en sus cargos actuales. Según los últimos estudios realizados, la fuga de elementos radiactivos continúa desde la central de Fukushima al océano Pacífico, con unos niveles en agua que son entre 10 y 100 veces mayores que los registrados antes del accidente, además de señalar el peligro asociado a los tanques de almacenamiento del agua radiactiva, que ya han sufrido varias fugas de agua contaminada. Parte de cuyos mismos elementos radiactivos quiere dejar expuestos la empresa minera Berkeley, en la mina de uranio de Retortillo y Villavieja de Yeltes, con la aquiescencia de las instituciones autonómicas y nacionales? salvo que lo paremos.

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