Desde que volví hace año y pico a vivir a mi tierra natal, a esta ciudad, siento que tengo dos grandes compañeros: el río Tormes y este periódico. Dos compañeros vivos, llenos de sabiduría y de orillas que se confunden con la vida misma. Dos compañeros silenciosos.
"¿Y no ha hecho usted amigos nuevos durante este año, en esta ciudad?", me preguntaría algún conocido. No soy de los que atribuyen sus problemas, o su soledad, a los demás. Si me encuentro en una situación de cierta soledad sé que al menos una parte mía la busca y quizás la cuida. Pero también hay otro aspecto que no es exclusivamente subjetivo, del que hace unas semanas escribía aquí, y que dificulta el encuentro con los demás: el ritmo. Además de los distintos intereses, el ritmo es uno de los obstáculos más importantes para la comunicación; escribí el otro día que en nuestro país la población se puede subdividir ( salvo excepciones) en dos grandes grupos: aquel que está en una situación de básica pasividad, impuesta ( sobre todo los numerosísimos que se han quedado fuera del mercado laboral) o voluntaria, siguiendo dócilmente las consignas, manifiestas o no, del sistema de vida impuesto, y el grupo de población que vive crónicamente en una especie de hiperactividad. La hiperactividad no es sinónimo de una gran actividad, ni mucho menos; la hiperactividad es un modo de expresión de un sentimiento difuso de angustia, que suele aparecer al exterior bajo la forma de tener muchas obligaciones, tareas, de no tener tiempo para nada, ni para el reposo y menos para el placer tranquilo de la amistad. La hiperactividad es una huida continua a ninguna parte, una inquietud que no desaparece ni en el paseo vespertino por la ciudad, ni en los ratos de ocio; muchos adultos huyen de sí mismos preocupándose de la hiperactividad de alguno de sus niños pequeños, sin darse cuenta que los niños son el eco de lo que oyen.
El ritmo espontáneo del fluir, como fluyen las aguas del Tormes, no se parece en nada a los bloqueos pasivos de los humanos ni a las hiperactividades de un modo de vida falto de armonía. La vuelta a Salamanca, procedente de muchos años en la gran ciudad, me ha demostrado que esa inquietud crónica de la gran mayoría de la población española no tiene que ver con el ambiente externo, sino con el "interno", con cómo nos sentimos: hace un par de semanas volví a Madrid por motivos culturales y cuál fue mi sorpresa cuando percibí que en el mismo metro, en las calles, en los cafés de Madrid, había más silencio, más tranquilidad que la que percibo diariamente en Salamanca.
Quizás un "pequeño detalle", como leer un periódico local cada día, es sintomático de que ese lector aún conserva la tranquilidad, curiosidad y bienestar suficiente para interesarse por lo que le rodea, que es otra manera de interesarse por sí mismo.
Mientras los ritmos no cambien, seguiré mi caminar por las orillas del río, leyendo cada mañana este fresco salamancartvaldia y centrándome en la novela que estoy a punto de terminar de escribir, o en la que estoy a punto de iniciar.
Seguiré viendo a mi vecino correr apresuradamente de un sitio a otro, como si huyera de un peligro mortal.