OPINIóN
Actualizado 07/03/2016
Alejandro López Andrada

Siempre que vuelvo ocurre algo especial. El viaje al pueblo natal siempre me abriga: un coro de olmos peinados por el viento saludándome alegres, voces que se curvan abriendo el pasado, calles que sonríen como antiguas calandrias al amanecer. La pasada mañana también pasó algo dulce. En casa de Quico, el amigo inquebrantable, la luz pespunteaba el humilde comedor como un pájaro leve, lento y cristalino. Las palabras cercaban pacientes nuestra edad, alzaban recuerdos, horas equilibristas. El hermano de Quico, Juan, trajo en silencio un pedazo de tiempo oculto entre los dedos. Tendió sobre el hule tres vasos de cristal para, luego, llenarlos de lírico pitarra. Manolo llegó de la calle y tomó uno; otro fue para mí, y Juan, tomando el último, brindó bajo el cielo que entraba del corral ordenando el pasado, brillando entre los muebles, tiñendo de azul la casa ya en penumbra.

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