OPINIóN
Actualizado 07/03/2016
Antonio Matilla

Esta obra de misericordia es muy difícil de cumplir. Más que nada por la globalización. Porque recuerdo lo que me decía mi abuela, que siempre tenía pan de sobra en casa, de aquellas hogazas de pan candeal que casi sabían mejor el segundo y el tercer día que el primero y que permitían, sin pérdida de tiempo, prepararle un buen bocadillo al pobre que llegase a casa, que tenía, además, derecho a calentarse a la lumbre familiar en invierno o a irse a descansar, directamente, a la habitación reservada para los pobres transeúntes sobre un colchón sencillo pero acogedor. Ahora los que pasan hambre lo mismo pueden ser vecinos nuestros que, lo que es más probable, hambrear a seis mil km de distancia, padeciendo un estado fallido o una corrupción institucionalizada, generalizada y rampante, no como la nuestra, "pellizco de monja" comparada con la que genera hambre, injusticia, desigualdad, exclusión y guerra y emigrantes y refugiados  en tantos y tantos países del mundo. Claro que la corrupción es como el asesinato: uno solo ya es suficiente, pero en estas sociedades y cultura materialistas que padecemos, la cantidad agrava y hace saltar de grado la cualidad, como diría un buen progre.

 Bueno, algunos recogen alimentos a quienes nos sobran y se los entregan a los que tienen necesidad. Así actúan el Banco de Alimentos y las Conferencias de San Vicente de Paul, además de realizar otras actividades. El caso es que donde menos se espera salta la liebre y hay personas y comunidades necesitadas a la vuelta de la esquina. También es un asunto de política económica: quien corresponda, o sea "los políticos", que parecen los nuevos brujos de la tribu capaces de obrar milagros en estos tiempos de increencia, lo que tienen que hacer, de un plumazo, es destinar una pequeña parte de ese tercio de alimentos que se producen en el mundo pero no se consumen y, digámoslo eufemísticamente, se reciclan, o sea, se tiran, a salvar las carencias alimentarias de los ochocientos millones de personas que todavía pasan hambre; total, el mercado globalizado puede asumir esa pequeña proporción. Todo controlado: precios y beneficios garantizados. Pues bien, en lugar de tirarlos, una pequeña parte se puede destinar y se destina a la ayuda humanitaria sin perjudicar grandemente el negocio, aunque puede perjudicar la salud de los pobres, que llegado el caso hasta pueden estar sobrealimentados, alimentados de manera desequilibrada, mal alimentados. No tenemos más que mirar a nuestro alrededor para comprobar cómo determinados grupos étnicos, receptores asiduos de ayuda alimentaria, padecen obesidad. Hemos hecho un pan con unas tortas.  Pero de todas estas cosas saben más que yo los médicos de familia, las autoridades sanitarias y Caritas, Cruz Roja, Manos Unidas, ACNUR, la FAO y otras agencias y ONGs.

Y, mientras tanto, bien alimentados durante generaciones, perdida la memoria del hambre familiar, para no aburrirnos en asuntos de nutrición, andamos que si las bebidas refrescantes hacen engordar, que qué divertidas son las rutas gastronómicas y cuánto sabe mi amigo de buenos vinos, aunque tiene un mal gusto exquisito a la hora de combinarlos con los cientos de quesos que ofrece el mercado; nos sometemos a dietas ?esperemos que controladas médicamente-, quemamos hidratos de carbono paseando, lo cual a más a más nos proporciona la dosis adecuada de endorfinas y nos permite lucir palmito a la hora de ligar, que "no solo de pan vive el hombre". Con este panorama tan disperso y complejo ¿cómo voy a poder dar de comer al hambriento?

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