Lo estábamos pasando bien en el bar. Habíamos hecho un alto en las conversaciones sobre la sesión de investidura y no hablábamos de pactos ni de Rivera. Omitíamos toda referencia a Rajoy o a Sánchez. Hasta se nos había olvidado la chulería de Iglesias cuando se comporta como gallo de corral, que es las más de las veces.
Bebíamos, y hablábamos de coches y multas, de alquileres y cesta de la compra, de novios y de esposas?
La felicidad no dura eternamente.
En la tele, para amargarnos el momento, brotaron las imágenes de los refugiados desaparecidos, los que ya no se contabilizan, los que estaban en un sitio, fueron expulsados y nadie sabe dónde se encuentran.
Entonces surgieron palabras sobre obras de misericordia e hipocresía, gobiernos insensibles y gentes que sufren, derechos humanos y economía sin escrúpulos. Y nos pusimos serios, como si nos hubiesen cambiado el vino de Toro por una sangría aguada por exceso de hielo.
Pensamos en las gentes y tratamos de ponernos en su piel. Supongo que ni siquiera conseguimos aproximarnos a lo que sienten, a lo que lloran, a lo que sufren. Maldijimos el mundo estúpido en el que nos movemos y repudiamos a sus dirigentes, esos que elegimos para que resuelvan los problemas y que siempre fallan, nunca actúan, todo lo demoran.
Nos gustó vivir sin gobierno, nos agradó aproximarnos al concepto real de anarquía, donde la gente, en asambleas, aporta casa, vestido, comida, trabajo? ¡Soluciones!
Despertamos de nuestro sueño sabiendo que en breve habrá elecciones otra vez, pensando que España se comprometerá a acoger a una cantidad ridícula de refugiados y que ni eso cumplirá, como hasta ahora.
Se nos acabó la paz. Se nos borró la sonrisa.