Pertenecer a un partido va más allá de pagar una cuota mensual. Todos están provistos de reglas, las explicitas figuran en sus estatutos, pero las implícitas se basan en las costumbres son menos visibles y sirven para organizar la vida interna de un partido político. Entre ellas, la que más me importa es el derecho a disentir. Porque exponer los desacuerdos en público representa una buena escuela democrática y atreverse a decir lo que a cada uno piensa siempre es difícil. Sin embargo, conviene no convertir la participación en un desahogo personal, sin una sola idea constructiva para terminar siendo una simple regañina. Lo grave es confundir lealtad con sumisión, la lealtad soporta bien las diferencias porque se orientan a mejorar las cosas, pero la sumisión exige un repliegue total a las ejecutivas, a todas sin excepción. En este sentido ni los partidos clásicos, ni los nuevos gestionan con éxito las disidencias. Y esta forma de actuar se refleja en la política de pactos que se está llevando en el Congreso de los Diputados.
En principio se han redactado documentos comunes y esto tiene el valor de vencer muchas dificultades. Como asumir que negociar no equivale a adoptar una posición de debilidad, sino ser capaz de ceder mutuamente medidas para alcanzar un acuerdo. En cambio, lo que no se ha descuidado más, son las relaciones entre los partidos políticos, dado que cada uno iba por libre. Para empezar ninguno se reconocía "novato" en este contexto, aunque todos sin excepción deberían saber que estaban ante un escenario político absolutamente nuevo. Sólo estaba claro que el liderazgo fue depositado por el Rey en el máximo representante del PSOE. Por estas razones, cuidar las relaciones implicaba que ni el twiitter ni los wasaps y, mucho menos, las múltiples ruedas de prensa sustituyen una conversación cara a cara. Otro error fue asignarse los Ministerios o los cargos públicos, como si el Gobierno fuera un botín a conquistar, más que un servicio público que prestar a la ciudadanía. El partido de PODEMOS cayó en la tentación de un prematuro reparto.
Ahora estamos en la fase de mutuas advertencias, todos los partidos se avisan lo que significaría que todo siguiera igual y con el mismo Gobierno en funciones. Y esto tampoco sirve para crear buenas alianzas porque provoca, justo lo contrario de lo que se quiere evitar, que cada uno se reafirme en su propia decisión y no esté dispuesto a hablar hasta después del 5 de marzo. Sin embargo, la peor salida sería celebrar elecciones en el mes de junio. Es decir, destinar 170 millones de euros en las estériles campañas las cuales, curiosamente, no han sido criticadas por ningún partido político aun cuando representan un gasto obsceno. A todos nos saldría muy cara la falta de cintura política, así como a un respectivo cierre de filas en torno a cada partido político. Pero, como siempre, sólo se trata de dinero público.