Mientras escribo, nieva. Nieva con mansedumbre y con silencio. Como si cada copo fuera un enviado celeste con la misión de apaciguarnos, de reconciliarnos con nosotros mismos. Como si cada copo fuera un ángel que trajera la misión de restituirnos a ese mundo de gracia que perdimos tras la caída, tras aquella caída mítica y lejana de la que procedemos, tras aquella expulsión del jardín primordial.
Porque la nieve es una de las mejores aliadas de la memoria, de nuestra memoria. Nos restituye a la niñez; a aquel gesto infantil de mirar tras del cristal de la ventana, pegada la naricilla a su transparencia, cómo la calle se iba volviendo blanca y cómo todo se iba transfigurando hacia un silencio y una paz capaces de transportarnos a no sé qué lejanías ensimismadas.
La nieve es amiga de la lentitud. Todo lo refrena. Todo lo suaviza. Como si cada copo fuera un plumón silencioso que fuera a aterrizar en las explanadas invisibles del corazón, acariciando y apaciguándolo todo.
Y en estos días de tantos vértigos, de tan imposibles diálogos, de tantas urgencias y de tantos sobresaltos, de tantas cascadas de noticias, a cuál más inquietante, la llegada de la nieve es como un antídoto que de lo alto descendiera para reequilibrarnos, siquiera sea por unos momentos, por unas horas, por unos días; para que no nos arrebate la vorágine, para que no enloquezcamos, para que esas tormentas que de continuo la vida social genera se difuminen, siquiera sea por ese pequeño tiempo que la nieve decreta.
La nieve, tan buena aliada de la memoria; capaz de transportarnos al paraíso de la niñez, a aquellas cordilleras blancas, como si se hubiera extendido sobre ellas una delicada sábana celeste. Y esa delicadeza de los cielos es la que seguimos contemplando cada vez que nieva. Como si la nieve fuera un emisario, un heraldo de esa realidad invisible que se nos escapa, que no dominamos, para recordarnos que existimos en el misterio, que lo esencial son unas cuantas cosas verdaderas, muy pocas; que corremos de continuo e inútilmente tras los bienes mentirosos, que no merecen la pena.
Y es que la nieve también parece traernos un mensaje moral de esencialidad, de sobriedad, de silencio, de mansedumbre, de reconciliación con nosotros mismos. Porque en esos pocos ejes verdaderos se encuentra lo único que merece la pena. Pese a que nos engañen de continuo los bienes mentirosos.
Mientras escribo, nieva. Nieva con mansedumbre y con silencio. Y los surcos de las líneas, de estas líneas quisieran llevan el compás de esos emisarios celestes, de esos ángeles callados que descienden hasta nosotros, de esa sucesión ordenada de copos que, al caer en tierra, regeneran la vida verdadera.
Mientras escribo, nieva.