OPINIóN
Actualizado 27/02/2016
Ángel de Arriba Sánchez

Era un año desgarrado aquel de 1939.

Era un febrero varado en el exilio como un gran cetáceo en las playas agónicas de Europa. Era un día 22, Miércoles de Ceniza, para más señas. Era un hombre menudo, recio, de torpe aliño indumentario , ya sabéis, que a finales de enero había cruzado la frontera francesa, como tantos bajo la lluvia, él con una larga pena y una anciana madre. Y llevaba en su cartera apenas unos billetes republicanos que no encontraban canje. Era toda su riqueza, fruto de su última publicación, así que les tuvieron que invitar a un café, y según se sabe, también a un trozo de pan con queso.

Era un poeta que no tenía ni para tabaco, ni para la tinta de sus versos. 

Era un maestro que sabía callar su poema como callan los campos de Castilla para que escuchemos nuestra voz.

Dicen que cuando tomó el barco que nunca torna, lo encontraron ligero de equipaje, y que en sus bolsillos navegaba su último verso : "Estos días azules y este sol de la infancia" .

Desde entonces estas palabras nos llegan cada año a los destierros de la hora como moneda que nunca vence, y son, como el cielo, azules y llenas de la posibilidad que siempre entrega la alta poesía, la libertad y la esperanza.

Y saben a pan blanco, a queso tierno y a hombre sabio y bueno.

 

 

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