Vivimos en un mundo tonto, en el que a los hechos sin importancia se les otorga una relevancia que no merecen, mientras que se banaliza lo serio.
Asistimos a un juicio contra una mujer por haber entrado en una iglesia dando voces y mostrando su sostén. Se le pide un año de cárcel. ¡Un año de cárcel por vocear en una iglesia!
Estamos locos. A los chorizos, a los delincuentes de verdad, esos de guante blanco y anillo de diamantes, se les demoran los juicios, se les hace diputados, se les afora en el senado.
Jorge está más que enfadado en el bar. Está dolido, también, por la cantidad de mamarrachos que justifican la violencia de los que acusan (violencia legal) diciendo que, si tan valientes son, hagan lo mismo en una mezquita. "Miro a mi alrededor y, a dios gracias, no veo ninguna en ninguna facultad, así que el reto es de imposible cumplimiento", argumenta con toda la lógica del mundo.
Le digo que religión e instituciones públicas tienen que separarse ya. La religión es un hecho individual, lo público es colectivo. Insisto en que la religión no tiene cabida en las aulas. Nekane asiente.
Luego comentamos que en unos días nos impondrán desfiles de encapuchados. Prohibirán que aparquemos en las calles por un desfile privado. Nos someterán a vías cerradas a coches y peatones, por el capricho de una religión que se adueña de las ciudades. ¿Dónde queda entonces mi libertad religiosa? ¿Dónde, si no quiero ver procesionando imágenes de torturados? ¿Dónde si sigo creyendo que todo eso es un invento humano, y que lo único divino que tiene es que permite a cuatro, desde hace dos mil años, vivir como dios?
Hay dos varas distintas. Con una miden sus pecados, y siempre resultan pequeños. Con la otra nos dan en la cabeza a quienes no pensamos como ellos.