OPINIóN
Actualizado 17/02/2016
Manuel Alcántara

La luz de un atardecer de febrero mantiene una presencia tibia que hace más nítido el trazo del fugaz horizonte marítimo. Impone una sensación de placidez que quita el aliento. El capricho de una nube cuyo perfil ilumina el sol que se esconde tras ella en su búsqueda de la noche es un signo azaroso de belleza insólita. Almendros que esperan a la flor oculta en brotes prietos a punto de estallar. Laderas calizas moteadas de verde enmarcando barrancos de cauces secos. Casas solitarias desperdigadas en campos salpicados de enebros, olivos, algún ciprés disperso. Y el cielo. Un pálpito inmenso de azul liviano. No resulta difícil dejarse llevar por una melancolía que anula cualquier divagación, pero sé que las cosas no son tan idílicas.

 

El tren marcha hacia el sur aunque luego se encaminará hacia el centro. En España usamos poco, me parece, el término "interior" para definir un espacio geográfico. La dicotomía habitual la configura el centro frente a la periferia. Sin embargo, buena parte de la periferia española orilla al viejo mar que es a su vez otro centro. Ese que ahora diviso interrumpidamente en la distancia, en la línea que hace unos momentos recortaba el paisaje de la izquierda del trayecto. Periferias de centros que al mismo tiempo son también periferias. Centros que repudian ser interiores en un afán de perseguir una identidad que se quiere superior, una pulsión grotesca por definición. La búsqueda del sentido es permanente, como la estupidez simplificadora de las dualidades a las que tan cerrilmente estamos vinculados.

 

Pienso en la otra periferia de ese mar. En el lado extremo que también fue centro, -¿por qué escribo "fue"?- En la válvula de escape imprevista de un mar que baña las costas sirias donde ahora ya será de noche. En el sufrimiento y desamparo de cientos de miles de personas que quieren seguir saliendo como sea de aquella periferia decrépita. Ubicarse en otro centro para intentar rehacer su vida si es que no la pierden en la huida. Dejar el litoral, alcanzar el territorio que creen que es promisorio, saltar el muro que construimos. Entonces, la hermosura de la tarde deviene súbitamente en angustia plomiza, absurdo de palabras hueras, ejercicio impúdico, paradoja de banalidad galante. El Mediterráneo, quieto como una losa, lo sabe, y demanda una prosa menos fatua, un ajuste de cuentas ante la nueva catástrofe de la que todos somos cómplices.

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