OPINIóN
Actualizado 08/02/2016
Rubén Martín Vaquero

Everland

Sostiene Ernesto que le hubiera gustado no crecer y recorrer la vida montado en un caballito de mar, con los pantalones cortos, la esperanza indemne y los ojos esmaltados de inocencia.

Si Salomón, o los Siete Sabios de Grecia, o el mago Merlín, o la mismísima hada Campanilla le hubieran dado un filtro con una dispensa de edad, hubiese sido el chiquillo inmortal que, al abrigo del recodo de la almohada y de la intimidad minuciosa de las sábanas, recreara con los párpados apretados los mundos de los hermanos Grimm, Verne, Calleja, Blyton, Twain y Dickens; los apuros del sigiloso ratoncito Pérez; los mágicos viajes de Sus Majestades de Oriente; los castillos de torres puntiagudas con reyes de mentirijilla; los mares lejanos infestados de piratas y sirenas; los lobos lastrados de piedras y los protectores de desvalidas princesas, y que hasta esas atardecidas tristes, como las de los días foscos de noviembre, se sentiría arropado por su familia, sus amigos y una muchedumbre de ángeles, que le espantarían las pesadillas por las noches y le guardarían de los mayores durante el día.

  -¡Quién fuera niño! ?exclama nuestro amigo Ernesto cuando hablamos del tema-, para disfrutar en cada instante del juego hermoso que le ofrece a la infancia el calidoscopio de la vida.

Los que le conocemos atestiguamos que nunca tuvo interés en llegar a este mundo adulto de huérfanos, escasas certidumbres, reliquias e indiferencias. Ni que decir tiene que él hubiera deseado continuar ignorando que, tras las fatigas del camino, sería un pupilo más que heredaría las urgencias de la muerte.

  -Sí ?insiste rotundo-,  hubiese preferido ser siempre niño y seguir coloreando indefinidamente el tiempo con aromas de ropa limpia y jazmín, caricias de madre, imaginación y misterios, porque sé que entonces dormiría todas las noches a sueño suelto.

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