OPINIóN
Actualizado 08/02/2016
Sagrario Rollán

Todos tenemos la experiencia, diariamente repetida, del desgaste de las cosas. Con el uso, incluso adecuado, utensilios, muebles, ropa, herramientas de trabajo, juguetes, viviendas, etc., se estropean y hay que restaurar o reemplazar. Más cruel es la experiencia del desgaste de nuestro propio cuerpo, ineludiblemente sujeto a las leyes de caducidad de toda materia.

Tanto en el cuerpo como en las cosas que manipulamos, la materialidad de lo que se deteriora resulta obvia. Sin embargo, hay otros aspectos, no estrictamente materiales, de nuestra existencia que también se encuentran sometidos,  por el uso y el abuso, al deterioro. Así ocurre con las palabras, por no decir con el lenguaje. Al decir que las palabras se estropean se hace más patente lo vulnerable de su entidad real. Pero, ¿cómo se estropean, en efecto, las palabras?

Por el uso cotidiano, cada vez más descuidado e inculto (en el sentido de una tierra inculta, baldía) Por el abuso y chabacanería, así como el parloteo constante e indiscriminado, las palabras se deforman y pierden sentido.

Por el abuso publicitario y político. En el primero la racionalidad luminosa de la palabra es devorada por la irrealidad fantástica de la imagen, que no se si vale o no "mas que mil palabras", pero en cualquier caso en nuestra sociedad si es más cotizada. En cuanto a la política, a nadie se le oculta la vanidad y el sofisma que dominan el discurso, cuando no la agresividad. En este ámbito la palabra que pudo ser promesa y germen de confianza y libertad, se torna vocero de cinismo y corrupción, de mentira, al fin.

Por el uso académico también sufren las palabras. Se las analiza, formaliza ,  diseca. Se las somete a otro modo de violencia, disciplinaria esta vez, según la vieja pedagogía por su propio bien. Una vez clasificadas y perfectamente delimitadas se las confina a esferas de rigidez y dogmatismo, intocables e insensibles para decir? Y si "la letra con sangre entra", nuestras palabras en este caso se han quedado desangradas y sin vitalidad.

¿Se pueden revitalizar, reemplazar, cuidar-curar las palabras? Y si así es ¿quién se ocupará de semejante tarea? ¿Quién cuida y mima hoy las palabras? ¿Quién se para a jugar con ellas? ¿quién las deja ser y decir con libertad y con gracia?

En primer lugar el niño, no hay más que observar el empeño con que este se inicia en el mundo del lenguaje,  el juego de vocablos,  la escritura, etc. Además el acceso a la palabra es para el niño en proceso de crecimiento, acceso a más ser que lo coloca en el mundo, a través del lenguaje,  en una posición privilegiada de autonomía y de comunicación.

Como en el cuento de Rilke, junto al niño,  el poeta es otro cuidador, reserva y cauce a la vez de una cierta transparencia decible de las cosas. En él está el poder hechizador del que habita cerca de las fuentes. El manantial del ser y el decir cristaliza de un modo particularmente intenso en las palabra del poeta, hallazgo de paciencia y esmero. El poeta no es tan espontáneo e inconsciente como el niño, está más lejos de lo originario que anhela. El verdadero poeta es muy consciente de la enfermedad y deterioro que sufren las palabras, de la vacuidad que las asola, del engaño que las violenta. Y por eso, por su vulnerabilidad y  pobreza, las ama, apuesta por ellas y decide "pastorearlas", con una conciencia dolida pero entusiasta a la vez.

Sirva esta reflexión  para felicitar al poeta Antonio Colinas, por su 70 aniversario, al tiempo que le  agradecemos el respiro de luz fecunda que nos viene regalando desde hace tiempo, también en la vecindad de estas columnas. Porque si la ciudad está muerta, aun podemos sentarnos en el centro del bosque a respirar la hondura de sus palabras, y la invitación a la salvaguarda de la soledad sonora que las alienta.

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