OPINIóN
Actualizado 05/02/2016
Marta Ferreira

Los resultados electorales de diciembre trajeron, con sorpresa para muchos, que Podemos se convirtiera en el tercer partido político del Parlamento español. Hasta ahí, nada que decir, pues quien decide es el pueblo, no los banqueros ni las grandes fuerzas económicas: en la democracia liberal los sufragistas somos cada uno de los ciudadanos, y a quien Dios se la dé que San Pedro se la bendiga. Y lo digo porque parece que para algunos no vale votar libremente y que si se vota a ciertas fuerzas políticas, el estigma consiguiente es de libro: de ahí a defender un sufragio restringido (que voten los listos o los ricos) o a acotar qué partidos pueden o no presentarse (para evitar disgustos),  mediaría un paso en la mentalidad de algunos, no de nuestra Constitución. Más inteligente sería que los dos partidos damnificados -PP y PSOE- se preguntaran por las razones de su desastre electoral y el abandono de sus tradicionales votantes: muy mal han debido hacerlo para que millones de ciudadanos los hayan abandonado y sus votos hayan cambiado de residencia. ¿Pero se lo preguntarán o eso ya no toca, como dijo Jordi?

Pues sí: un partido muy a la izquierda está ahí, en el Parlamento, pero lo decisivo no es eso. Lo decisivo es que sus votos pueden ser esenciales para la constitución del nuevo Gobierno, y aquí estamos dando un salto cualitativo, que nunca había tenido lugar en España. La tradición era que gobernase el centro-derecha (primero UCD y después el PP) o la socialdemocracia protagonizada por el PSOE: gobiernos moderados, que no infunden miedo en los grandes poderes nacionales e internacionales. Si Podemos entrase en el nuevo Gobierno, y más aún si fuese  determinante en su composición, el cambio sería de campeonato, nos guste o disguste. De ahí la histeria que está generando la situación.

Pero ¿tiene chance Podemos en este momento? Antes del viernes pasado, así lo creía yo, pero desde entonces tengo claro que es imposible y por la actuación del propio Podemos. Rebobinemos: el  Rey la pasada semana inició su ronda de encuentros con los responsables de los diversos partidos parlamentarios, como es de rigor, para proponer, como así lo establece la Constitución, un candidato a Presidente del Gobierno. Sobre el papel está claro que teóricamente, el Rey, que reina pero no gobierna, debe proponer al  líder del partido más votado, aunque en este caso no cuente con los apoyos necesarios para ganar la investidura. Empero, Rajoy se había manifestado dispuesto a aceptar la propuesta, aunque pudiera suponer su aniquilamiento político por el resto de fuerzas parlamentarias claramente críticas con la gestión del anterior Presidente, hoy en funciones.

Todo parecía que iba a ser así?hasta que el líder de Podemos le manifiesta al Rey su disposición a formar parte de un gobierno de coalición con el PSOE, asumiendo él el cargo de vicepresidente y con el 50% más o menos de las carteras ministeriales  para su partido. Cuando Pedro Sánchez, líder del PSOE, se encuentra con el Rey, recibe de este la buena nueva: ¡no sabía nada!, con el ridículo consiguiente. ¿Pero ridículo para quién, para quien se ve asaltado por una maniobra política, o para quien saltándose todas las normas parlamentarias, incluso de cortesía entre iguales, provoca un conflicto más cercano al mundo de la farsa que al de la política, fundiéndolas en una?

Iglesias se la jugó a Sánchez y posiblemente a su propio partido. Su envanecimiento, su osadía, su saltarse a la torera las reglas parlamentarias establecidas, le va a costar que el PSOE termine dándole la espalda. ¿No fue capaz de esperar a una negociación en serio, a una mesa en la que los programas respectivos se testaran en sus posibilidades reales, tuvo miedo de que la oportunidad no pasara por su puerta y se anticipó a la realidad?

La política es, en gran medida, una cuestión de tiempos. Pero el  impaciente Iglesias no tuvo en cuenta algunos de los mejores consejos del maestro Maquiavelo. Le perdió su ego.

Marta FERREIRA

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